CLAUSTRO POÉTICO, NÚM. 13.

ASOCIACIÓN CULTURAL CLAUSTRO POÉTICO - REAL SOCIEDAD ECONÓMICA DE AMIGOS DEL PAÍS - CAJA RURAL DE JAÉN. JAÉN, 2002

REDACCIÓN

Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

Consejo de Redacción: Javier Cano

                                      Pedro Luis Mínguez Durán

                                      Miguel Moreno Jara

COLABORADORES EN ESTE NÚMERO

José Alvarado Zapata

Maribel Ayala Montoro I - II

Rocío Biedma Romero I - II

José Luis Buendía López

Miguel Calvo Morillo I - II

Javier Cano I - II

Pedro Luis Casanova Aranda I - II

Cristóbal Fábrega Ruiz

Juan Carlos García-Ojeda Lombardo III - III

Juan Antonio Martínez Pozo

Antonia Mingorance Caballero

Pedro Luis Mínguez Durán

Juan Manuel Molina Damiani

Ramón Molina Navarrete I - II

Carmen Julia Morago Lázaro I

Manuel Morales Borrero I - II

Miguel Moreno Jara III - III

Antonio Negrillo Fuentes I - II

Alfredo Sánchez Vico

Asunción Santa-Olalla Montañés I - II

Guillermo Sena Medina III - III

Ana Toledano Villar I -II

Rafael Valdivia Castro I - II

Josefina Vázquez Florido

 

P R O E M I O.

                                                                                   “Andalucía sigue siendo para

                                                                                  nuestra vida el centro de la

                                                                                  Humanidad, como España es

                                                                                  para nuestro espíritu el centro  

                                                                                  del Universo”.

                                                                                                            Barrios Vallejo.

 

                        Hoy Claustro Poético se viste de gala y manifiesta públicamente su júbilo tras ocho años de activa y plena vigencia, con catorce ediciones publicadas puntualmente, dan un valor positivo y sirve de catalizador de sueños e ilusiones.

                        "Más vale quintaesencias que fárragos", esta frase de Gracián constituye un tópico, muchos son los que la repiten, pero pocos los que se atreven a ponerla en práctica.

                        De ahí el triunfo de Claustro Poético, que rehuye de ser tautológica y sabe discernir la decisiva línea que separa el asumir del asimilar.

                        Qué medio sino la palabra puede blasfemar y glorificar, herir nuestros corazones o conseguir que nos sintamos transparentes dentro de la niebla.

                        No es nuevo observar que son malos tiempos para la poesía, cuando nos invade la cultura de lo epatante. La vida de hoy es tan árida y violenta, tan extraña y angustiada...

                        Actualmente, con la globalización de los Medios de Comunicación Social que nos sirven en directo catástrofes apocalípticas que en nada contribuyen al descanso espiritual que necesitamos, es preciso tener a mano una densa y apretada gavilla florada de lectura de poetas, que rimen con nuestro mundo particular, tan distante del que nos rodea.

                        Vivimos en una sociedad que no se preocupa por el precio de una camisa o de una corbata, pero donde se pregunta el precio de un libro o de una revista. Evidentemente es porque juzga la cultura como algo accesorio y no como una necesidad.

                        Además hoy día no existe el diálogo; las fuerzas fácticas que guían a la Humanidad han irrumpido con vehemencia en nuestras vidas y en nuestros hogares, imponiendo la cultura de la imagen. Ahora tan sólo se ejercita el sentido de la vista, viendo "tele-basura". Y el resultado en las estadísticas están -según informes de prestigiosos psiquiatras y psicólogos-: todos ven lo mismo, hablan todos de la misma manera. Gritan al hablar. Todos llevan el mismo germen de violencia: crímenes, torturas, violencia doméstica, separaciones matrimoniales con escándalo servido, etc. etc.

                        También existen dos problemas fundamentales en la poesía actual. El primero sería el de ¿a quién debe servir? y el posterior, el de ¿cómo debe servir?

                        No se puede escribir poesía para "el hombre", porque el hombre universal no existe.

                        Están los de allí y los de aquí; el de los cruceros por el Mediterráneo y el de los madrugones para llegar al tajo o a la fábrica.

                        En este sentido, deberán ajustarse los poetas con mayor realismo a la situación de los diversos sectores populares, porque en unos sitios el nivel alcanzado será naturalmente superior al conseguido en otros, y resultaría absurdo presentarles el Don Quijote de la Mancha, cuando aún se siguen leyendo fotonovelas.

                        Pese a este panorama, Claustro Poético quiere apostar por una actitud posicional de apreciación del valor de la palabra, porque representa más dinamismo que la contemplación pasiva de las imágenes. El placer de la palabra escrita o hablada sigue satisfaciendo a muchos en los momentos de ocio con la lectura, en los momentos de asueto con la conversación.

                        Y por ende seguiremos teniendo sueños pendientes, porque nos proyecta hacia el futuro. Sin imaginación no hay creatividad, y sin creatividad se detiene la evolución de las personas.

                        La imaginación es la base de la personalidad y la personalidad es la esencia de la diferenciación.

                        Si alguien dijo alguna vez algo así como que en Jaén los poetas eran tantos que podían segarse como amapolas, nunca se ha dicho que pese a esa ingente floración pocos son los que merecerían salvarse de la siega.

                        El mensaje que contiene Claustro Poético no es nada más y nada menos que una poesía a la Vida, a este don precioso y tan preciado, y despreciado al mismo tiempo.

                        Yo estoy seguro de que a quien camine entre sus páginas, sin lugar a dudas le llenará el corazón y el alma, y renovará la esperanza en la búsqueda de la difícil sabiduría contenida en el arte de vivir.

                                                                                              Miguel Moreno Jara.


LAS LEYENDAS DE JAÉN.

 

            DON PEDRO EL CRUEL.

                        Enfrente del juicio histórico que ha dado a este monarca el dictado de "Cruel" está la tradición popular, que le juzga como el monarca recto y justo por excelencia. Murió vilmente asesinado por su hermano don Enrique de Trastámara, que le tenía cercado en el castillo de Montiel. Don Pedro trató de conseguir la fuga que habría de facilitarle Duguesclin, y éste, de acuerdo con don Enrique, le tendió una celada. Citóle Duguesclin una noche en su tienda, a la que acudió don Pedro; mas en ella halló al de Trastámara, y en lucha cuerpo a cuerpo cayeron los dos a tierra y debajo don Enrique; pero dícese que Duguesclin lo colocó encima, diciendo: "Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor". Y entonces murió degollado por la daga de Trastámara.

                        Al morir Alfonso XI, fue aclamado rey de Castilla y León su hijo don Pedro (el que la historia designa con el nombre de don Pedro el Cruel). En cuanto subió al trono hizo encerrar en una prisión a la antigua favorita de su padre, doña Leonor de Guzmán, e hizo dar muerte a Garcilaso de la Vega, que se había sublevado en Burgos contra el rey. Después reunió Cortes en Valladolid, donde se hizo un Ordenamiento de menestrales o reglamentación del trabajo. Mientras, su hermano bastardo don Enrique, conde de Trastámara, alzaba en Asturias bandera de rebelión, que fue sofocada por el rey. Cediendo este último a razones de Estado, contrajo matrimonio con la infanta francesa doña Blanca, con la que no hizo vida conyugal por estar casado secretamente con doña María de Padilla, de la que estuvo ciegamente enamorado.

                        Esta conducta de don Pedro sirvió de pretexto a sus enemigos para formar una Liga facciosa, a cuyo frente estaban los hermanos bastardos del monarca y el portugués Alburquerque, antiguo ayo y favorito del rey, los cuales consiguieron reducir a prisión a don Pedro; mas éste consiguió fugarse, y cayendo sobre las poblaciones de la Liga, ejecutó en ellas horribles castigos, que acabaron con la rebelión. Su hermano don Fadrique fue muerto a golpes de maza en el Alcázar de Sevilla; don Enrique se refugió en Francia, y la reina madre se retiró a Portugal, donde falleció poco después, se sospecha si envenenada.

                        Aún no libre de estas discordias civiles, vióse envuelto en una guerra con Aragón, la cual no fue de graves consecuencias. Por este tiempo falleció doña María de Padilla, a quien el monarca, ante las Cortes reunidas en Sevilla, declaró su legítima esposa, alegando estar casado con ella antes de su enlace con doña Blanca, por lo cual fueron reconocidos como herederos del trono los hijos que don Pedro tenía de ella.

                        Entretanto, el bastardo don Enrique, refugiado en Francia, volvió a España al frente de las Compañías Blancas, cuyo jefe era el célebre Beltrán Duguesclin. Don Pedro, por su parte, obtuvo la venida y consiguiente auxilio de tropas inglesas acaudilladas por el Príncipe Negro, que derrotaron a don Enrique en batalla de Nájera, cayendo prisioneros Duguesclin y López de Ayala, cronista de este reinado y autor del poema El Rimado de Palacio, a quienes libertó luego; pero don Pedro manchó su triunfo con venganzas que le enajenaron muchas simpatías, abandonándole también el caballeroso Príncipe Negro o príncipe de Gales, a quien no pagaba estipendio prometidos. Sin embargo, conviene recordar aquí que la piedra de más valor que luce hoy la corona real de Inglaterra, labrada en 1838 para la reina Victoria, es el enorme rubí regalado por don Pedro el Cruel a su amigo y aliado el Príncipe Negro al salir éste de España.

                        Alentado con esto el de Trastámara, reclutó nuevas compañías en Francia, con las que invadió por segunda vez el territorio español, avanzando sin gran resistencia hasta Toledo, ciudad adicta a don Pedro, en cuyo auxilio acudió éste; pero batido en los campos de Montiel, tuvo que refugiarse don Pedro en el castillo de dicha población, del que salió luego, engañado por Beltrán Duguesclin, dando lugar a la escena horriblemente sangrienta con que dio fin la larga y trágica lucha fratricida sostenida entre los hermanos don Pedro y don Enrique.

                        Entre los pocos caballeros que acompañaban a don Pedro en el castillo de Montiel, hallábase Men Rodríguez de Sanabria, capitán de don Pedro, a quien ofreció Duguesclin facilitar la evasión del monarca; pero faltando luego a su palabra de honor y de caballero, dio cuenta del caso a don Enrique, el cual le mantuvo a su devoción, aumentando los ofrecimientos de dádivas que don Pedro había hecho (entre ellas se contaba el señorío de Soria, que, en efecto, tuvo por algún tiempo Duguesclin, cediéndolo de nuevo por 250.000 doblas de oro). Y entre los dos convinieron que Duguesclin fingiera dar cumplimiento a sus promesas al rey don Pedro de facilitar su fuga. Es decir, que acordaron ambos consumar con la alevosía lo que había comenzado por una falta de caballerosidad, y así se practicó tal cual lo propuso don Enrique.

                        Desconfiado y suspicaz como era don Pedro, no descubrió la celada alevosa que se le preparaba, o bien confiado en los juramentos

con que le aseguraron, o bien porque el afán de verse libre no le diera lugar a la reflexión; y saliendo una noche del castillo con Men Rodríguez de Sanabria, don Fernando de Castro y don Diego González de Oviedo, entróse confiadamente en la tienda de Duguesclin, donde, según lo convenido, hallaría preparados los medios que le habían de proporcionar la fuga. "Cabalgad -le dijo-, que ya es tiempo que vayamos". Como nadie le respondiese, don Pedro sospechó la traición y quiso huir en su caballo, pero le detuvo Olivier de Manny. Entonces se llegó don Enrique armado de todas armas, y dirigiéndose a don Pedro: "Mantengavos Dios, señor hermano", le dijo; y don Pedro exclamó: "Ah traidor borde (bastardo), ¿aquí estáis?". Y dicho esto se abalanzó a su hermano, y agarrados los dos cuerpo a cuerpo, cayeron ambos en tierra, quedando encima don Pedro, que hubiera acabado con el bastardo si Duguesclin, tomando con su hercúlea mano por el pie a don Enrique, y dándole la vuelta, no le hubiera puesto sobre don Pedro, diciendo estas palabras, que la tradición ha conservado: "Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor". Entonces el de Trastámara hundió el puñal en el corazón de su indefenso hermano, y no contento con ello se cebó furiosamente en su cadáver, profanándole bajo sus plantas y cortándole la cabeza.

                        Tal fue el trágico fin del rey don Pedro de Castilla, en la noche del 22 al 23 de marzo del año 1.369, a la edad de treinta y cinco años y a los diez y nueve de su sangriento y proceloso reinado.

                        En pugna con el juicio histórico que ha dado a este monarca el sobrenombre de el Cruel, se halla la tradición popular, que le juzga de recto y justiciero. No hay aldea en España donde los ancianos no cuenten al amor de la lumbre, en las veladas de invierno, alguna de las muchísimas anécdotas que, como la del zapatero, la del lego de San Francisco, la de la sombra del diácono, la de la vieja del candilejo, la del arcediano de San Gil y otras, ha inventado la rica imaginación popular para presentar como juez inflexible y recto a uno de sus reyes más queridos. Por eso, desde el Infanzón de Illescas, de Lope de Vega, hasta El zapatero y el rey, de Zorrilla, la figura de don Pedro I de Castilla ha aparecido siempre en el teatro como el ideal de un rey en la Edad Media. Zorrilla, en una de sus composiciones, dedicada a Sevilla, dijo en defensa del rey don Pedro: 

Liviano y antojadizo,

                                         mató, asesinó, cruel,

                                               mas... ¡por Dios! que no fue él,

                                               fue su tiempo quien lo hizo.

                        En el año 1.570 el rey don Felipe II ordenaba a sus cronistas que "en lo sucesivo, dada vez que escribáis el nombre de nuestro antecesor el rey don Pedro I, le añadiréis el apelativo el Justiciero y no el Cruel como torcidamente se ha venido llamando".

                                                                                              Miguel Moreno Jara.


                        H U M A N I D A D.

 

                                         "Humanidad" gran señora,

                                      ¿adónde vas?,

                                      llevas carroza de reina,

                                      tirada por tronco de corceles

                                      sin principio y sin final.

                                      ¿Las riendas sueltas?

                                      ¿No hay cocheros?, ¡muchos!

                                      todos la quieren llevar.

                                         "Humanidad" gran señora,

                                      ¿adónde, contigo van?

                                      no miras ni el camino

                                      que te espera, ni lo que

                                      dejas atrás, los ojos

                                      sólo puestos los tienes,

                                      en el tronco de corceles

                                      sin principio y sin final.

                                         "Humanidad" gran señora,

                                      cuanta confianza

                                      en este tú caminar,

                                      dejas las riendas al viento,

                                      ¿quién al fin las cogerá?

                                      tantos corceles delante,

                                      unos briosos, rezagados otros,                     

                                      mirando hacia enfrente, varios,

                                      saben qué camino tomar,

                                      los más, caminan sin rumbo

                                      a un posible lodazal.

                                      Otros, hacia un desfiladero

                                      en donde te van a despeñar,

                                      ¡qué pena! de tronco hermoso

                                      de corceles,

                                      sin principio y sin final.

                                         "Humanidad" gran señora,

                                      ¡Basta!

                                      No sigas de forma tal,

                                      tiene que haber cocheros

                                      que las riendas puedan tomar.

                                      Sal de carrozas sin par,

                                      sube al pestante con ellos,

                                      que tiren de las bridas

                                      parando su galopar.

                                         Vale más llevar el paso

                                      y por el recto camino,

                                      que soltarlos a su aire

                                      y dejar que lleguen sin más

                                      a despeñarse o, al lodazal,

                                      a este tronco de corceles

                                      sin principio y sin final.

                                         "Humanidad" gran señora

                                      no aventures tu viaje,

                                      ni contemples el paisaje,

                                      que tiempo, ya lo tendrás,

                                      fíjate en el camino

                                      que te queda por andar,

                                      coge el mejor sendero

                                      para todos por igual,

                                      tanto para los que van montados

                                      como para los que andando,

                                      van detrás.

                                         Fundirte, debes si puedes,

                                      con los que llevan las riendas,

                                      y darles toda firmeza

                                      seguridad y destreza, para

                                      que llegado el momento       

                                      puedan de ellas tirar,

                                      y controlar a este tronco

                                      de corceles,

                                      sin principio y sin final.

                                                                                        José Alvarado Zapata.


                        J A É N.

                                        

                                         Hasta la sangre duele de tu olvido

                                      inútil erial de triste arena,

                                      rabioso llanto oculto que no suena

                                      sino al mugir de un pobre toro herido.

                                         Te ocultas en tu hueco, como un ave,

                                      y es tu pena el misterio con que cierras

                                      la sombra verde de las altas tierras

                                      que de Despeñaperros son la llave.

                                         El aire pasa por la oscura frente

                                      de una hoja de plata, entre pianos

                                      de olivos polvorientos solamente.

                                         Que no te coja el tedio entre sus manos,

                                      descubre, Andalucía, tu caliente

                                      verdad, desde esplendores y lejanos.

                                                                                              Maribel Ayala Montoro.


VOZ Y PALABRA.

 

                                         Se me ha quedado helada

                                      la palabra bajo la lengua,

                                      todo el cuerpo varado

                                      y la senda

                                      dormida en su inmovilidad.

                                         Pie corto, pie triste su son

                                      para camino tan largo.

                                         Se nos alteran los silencios

                                      en el tiempo

                                      quedándose en un amago de voz oída,

                                      persiste queriendo ser recordada

                                      en la tibieza tangible de la ofrenda.

...

                                         También queda

                                      pie firme,

                                      o pisada leve,

                                      una huella.

                                      Marca,

                                      ¡no importa!

                                         Distancia la tuya

                                      entre el mar de la palabra

                                      a la aridez de la letra.

                                      LA SIEMBRA.

                                                                                              Maribel Ayala Montoro.


O C T U B R E.

 

                                         Arráncame el vestido de oro que en Octubre,

                                      de hojas malcaídas me puse por taparme.

                                      Desnudó el árbol la hojarasca que hoy me cubre,

                                      se desvistió el amor, temprano aquella tarde.           

                                               Despiértame del sueño de flores donde duermo,         

                                      acurrucada de nanas ocres de enamorada.

                                      Soñó la luz de otoño su tono de recuerdo,

                                      se me durmió el amor, así, tan de mañana.

                                               Empápame el agua inerte de mi frente,

                                      llovida de canciones azules malcantadas.

                                      Lloró el silencio después de helar la fuente,

                                      se me murió el amor, tal vez de madrugada.

...  

                                                                                        Rocío Biedma Romero.


...MIRADLA, ESTA ES MI TIERRA.

 

                                    ...Por las estrellas mecida,

                                       perfumada de azahar,

                                 fértil y agradecida,

                                 de sol bañada

                                 y de mar,

                                 generosa, alegre, viva.

                                      Mi voz callada será,

                                      si no digo:

                                      "Andalucía"

...

                                         Miradla,

                                 esta es mi tierra

                                 la que me enamora el alma,

                                 la del clavel en el pelo,

                                 la del quiebro en la garganta,

                                 la de la luz,

                                 el salero,

                                 la que a su Virgen le canta.

                                         Miradla,

                                 esta es mi tierra,

                                 de gitana va vestida:

                                 Los hilos, hechos de historia

                                 con rayos de sol tejida

                                 y la tela, de azul cielo,

                                 intenso, que no se olvida.

                                    Los lunares se ha cosido

                                 de aceitunas verde y grana.

                                 Las peinetas para el pelo

                                 son, la Mezquita y la Alhambra.

                                         Los volantes son las olas

                                 de mi costa iluminada,

                                 y el encaje, el azahar

                                 el jazmín y la albahaca.

                                    Se ha hecho un mantón de manila,

                                 con flores de Frigiliana

                                 y de collar se ha colgado

                                 la Torre de la Giralda.

                                    Las pulseras de las manos

                                 de fresas y oro engarzadas,

                                 y de pendientes se cuelga

                                 "ocasos" de la Alcazaba.

                                    Se perfuma, con las hierbas

                                 frescas de la serranía

                                 y de lo hermosa que va,

                                 hasta la Luna la envidia.

                                         Se arregla cada mañana

                                 mi gitana presumida

                                 y para ver si está guapa

                                 al Guadalquivir se mira,

                                 espejo de Andalucía.

 

                                    Después, se pone a bailar

                                 y a cantar

                                 ¡qué maravilla!

                                 fandangos y sevillanas,

                                 verdiales y seguidillas,

                                 boleros, tanguillos, jotas,

                                 saetas y bulerías.

                                    Mientras

                                      en su corazón se guarda

                                 la pena que no se olvida,

                                 de labriegos, pescaores,

                                 aceituneros y minas.

                                 De poetas malheridos

                                 que en tantos años de heridas,

                                 con sudores y con sangre

                                 lucharon por la alegría,

                                 que ahora tiene esta tierra

                                 que de gitana vestida

                                      a mí me enamora el alma

                                      y se llama "Andalucía".

...

                                                                                              Rocío Biedma Romero.


TRÍPTICO DE LA SÚPLICA.

(I)

La petición.

 

                                               Pareces ignorar

                                      todo signo de aventura,

                                      los caminos que conducen

                                      a la angustia sin retorno

                                      del placer más dilatado.

                                         Aún no has salido

                                      de ese palio de tristeza

                                      donde procesionas

                                      la soledad de tu rostro

                                      y trazas huellas de hastío

                                      en el cuaderno de bitácora

                                      de los sueños sin cabida,

                                      tras el azogue imposible del espejo.

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(II).

Vísperas.

 

                                         Quisiera penetrar la rosa

                                      por donde la muerte no amenace con temores arisados,

                                      y abrir la oquedad simultánea de la noche

                                      para coger el ritmo a los dobletes del viento.

                                      Iremos hasta el sitio donde florecen los milagros,

                                      el temblor aleteante de los besos,

                                      allí donde la anémona traiciona al nardo florecido.

                                      Sé que mañana me aguarda lo imposible.

                                      Hemos de estar preparados, amor mío,

                                      para dejarnos sorprender por el incendio

                                      e inmolarnos en la cruel sinrazón de la ceniza.

------

(III).

Plenitud.

 

                                         No lo dudes.

                                      Tu más bello poema

                                      anida en el forado de nácar

                                      donde desaguan los ríos de nieve,

                                      allí donde mi mástil ciego

                                      busca su asiento entre suspiros,

                                      bajo la selva umbrosa

                                      de tus piernas entregadas.

            -----

                                                                                   José Luis Buendía López.


I N S O M N I O.

 

                                         Coleccioné noches de insomnio,   

                                      cuando el martillo de la duda

                                      golpea el yunque de las sienes

                                      triturando la semilla que dejas

                                      a propósito en el granero del alma.

                                      Pero las semillas se quedan vanas

                                      con el paso del tiempo

                                      y no darán harina

                                      a los rulos de las horas que pasan

                                      girando con las aspas del molino de la frente.

                                      Coleccioné noches vacías velando los silencios,

                                      lo único que tiene valor sobre los labios.

                                      Los silencios que se esconden

                                      por las esquinas de la calle

                                      y en los faroles cansado de alumbrar las sombras

                                      para que pueda pasar el miedo sin detenerse.

                                      Coleccioné noches viendo

                                      como se apaga la última ventana

                                      punto de referencia para saber

                                      que tenías un compañero

                                      que compartía las sombras

                                      que no pudieron deshacer la luz de las estrellas.

                                      Un compañero hasta los próximos ruidos

                                      cuando la luz del alba

                                      se asoma a las ventanas, una vez más,

                                      antes de que aparejes la vela del sueño

                                      sobre el blanco navío de la almohada.          

......

                                                                                   Miguel Calvo Morillo.

                                                                                   Jaén, junio 2.000.


V O L V E R.

 

                                         Yo sé que volverán           

                                      por el horizonte azulado de tus ojos

                                      y que colgarán sus nidos

                                      en la cancela cincelada de tu risa.

                                      Siempre vuelven, como el amor,                  

                                      las golondrinas,

                                      aunque no haya balcones ni ventanas.

                                      Ni cristales donde sus alas rocen.

                                       Volverán. Siempre vuelven.

                                      Como la vida que es un eterno volver.

                                      Un comenzar eternamente.

                                      Ahora mis hijos vuelven por mí,

                                      por ti, por los que no los tienen.

                                      Es la juventud que grita

                                      y pide paso

                                      igual que golondrinas de colores.

                                      Lo mismo que aquella juventud de hace dos mil años

                                      o, tal vez, tres mil.

                                      Volverán otra vez las golondrinas. Volverán.

                                      Siempre vuelven para trenzar

                                      los rayos del sol con el zigzag de su vuelos,

                                      y bordar, como todos los años:

                                      ¡Viva el amor!

                                      En el crespón luminoso del aire.

......

                                                                                   Miguel Calvo Morillo.

                                                                              Jaén, 2.000.


A MODO DE ISLA.

                                                                                    A Alicia Campos.

 

                                         Y tú también, desnuda y aún dormida,

                                      si alargo la mañana y con la mano

                                      desciendo hasta ese cuerpo cotidiano

                                      por el que olvido todo (hasta la huida).

                                         Tú en el sofá, despierta y ya vestida,

                                      cuando te pones seria y, siempre en vano,

                                      pretendes demostrarme que es muy sano

                                      tomar algo de fruta en la comida.

                                         O de cualquier manera: complaciente

                                      si vuelves del trabajo y sin aviso

                                      te cuelgo del oído un I love you

                                         y te hablo de un poema de Valente,

                                      o sales de la ducha y por el piso

                                      busco un lugar de gotas de agua. Tú.

                                                                                   Javier Cano.  

                                                                         (del libro "Lugares para un exilio"

                                                                         Accésit del Premio "Adonais", 2001).


DESPUÉS DE HABER LLOVIDO.

 

                                         Después de haber llovido, las ciudades

                                      parecen un silencio equivocado

                                      con su extraña quietud de viejo coche

                                      sobre el asfalto húmedo; parecen

                                      cuerpos mojados tras la leve sábana

                                      de otra noche de amor, que se despiden

                                      con esa artificial indiferencia

                                       de una escena de sexo.

                                                                                    Las caminan,

                                      después de haber llovido, solamente

                                      borrachos sin camisa que acostumbran

                                      los pasos al derrape de la vida

                                      como la lengua al frío de los vasos;

                                      (ellos saben dormir donde otros hablan,

                                      quedarse a solas en los autobuses

                                      y hacer de cada huella un ras de humo).

                                         Regresan las ciudades (con la lluvia)

                                      de algún lugar de siempre y, a lo lejos,

                                      uno las mira y ve en sus ojos grises

                                      la soledad de las fotografías

                                      como un fondo de nubes en un cuadro

                                      o un plano abierto donde las afueras.

                                      Luego quedan las gotas, y su música

                                      metálica lamiendo los tejados,

                                      descolgándose en todas las farolas

                                      igual que un día de invierno por las calles.

                                      Y ese olor a memoria de un mismo.

                                                                                   Javier Cano.

                                    Premio Nacional de Poesía "Vicente Aleixandre", 2002 (Inédito).


                                                           ANTIGUO TEATRO "ASUÁN".

 

                                         Ahora ya todo lo recuerdo

                                      a la estatura de ese niño

                                      que no imagina aún nada más alto (nada

                                      para asomar la vista antes de tiempo)

                                      que una risa empujada en el columpio.         

                                         Y así es como recuerdo

                                      la mano siempre de mi madre,          

                                      el oscuro misterio de adentrarnos

                                      por entre las butacas, cuando el león de "la Metro"  

                                      mordía ya a la altura de los ojos,

                                      y yo, el niño de entonces, apagaba

                                      mis ganas de pelota o de merienda

                                      (lo mismo que haces ahora con el móvil),

                                      fingiendo no mirar donde la tarde

                                      traía un beso obsceno en súper ocho.

                                         (Fue la primera verdad para unos labios

                                      sin culpa -todavía-,

                                      ginebra

                                      que derramas al polvo de una copa

                                      de adorno en la vitrina).

                                         También las piedras reconocen

                                      la muerte tras de sí:

                                      los rótulos caídos,

                                      los ladrillos desnudos,

                                      el espejo sin vida, (ese cadáver

                                      que no precisa juez en el olvido

                                      de todos y de nadie)

                                      que esperó allí, en su camerino

                                      un sonido de llaves o unos pasos de vuelta,

                                      el aplauso último que asciende

                                      entre los ruidos de las escombreras...

                                         Y así, como quien cierra

                                      alguna habitación de hotel recién

                                      deshabitada, con sus restos

                                      de amor ya tibios,

                                      todo silencia su antes, renovando

                                      en las paredes la sentencia

                                      que, de la lógica del mundo,

                                      pretende abrirse por los sitios

                                      en que somos los hombres, tantas veces,

                                      posiblemente más que espectadores.

                                                                                   Pedro Luis Casanova.

                                                                                   (Premio "Luis Rosales").


                                                                                              F A C U L T A D.

 

                                         Dime

                                      dónde quedan ahora las palabras

                                      que se escriben con tiza,

                                      estos libros de Orgánica,

                                      las colillas errantes del pasillo,

                                      la bolsita del té de esta mañana,

                                      dónde

                                      la herida de papel en el silencio

                                      de la sala de estudio,

                                      o la risa inocente de la bibliotecaria

                                      (como agua para un cuenco de sequía).

                                         Dime.

                                      Dónde tu fiel laboratorio,

                                      o los senos abiertos sobre el césped,

                                      la nota de "ya vuelvo" en el despacho,

                                       o qué es ese asterisco en mi suspenso.

                                         Dime,

                                      si dejamos un rastro de nosotros,

                                      como estas viejas orlas enmarcadas

                                      otra vez, dime,

                                      para no consentirnos el olvido.

                                                                                              Pedro Luis Casanova.


                              I                                            

                                    He quedado                                 

                     varado en tus escollos,                  

                     atrapado en las rocas de tu cuerpo.       

                        Detenido, roto, descompuesto.            

                     Abierto en carne viva                      

                     con el corazón sangrante                    

                                   por tu olvido.                             

                                                He quedado                                 

                                      varado entre tus formas,                   

                                      retenido en el mar                         

                                      de tus pupilas.                            

                                                Apresado, preso, destruido.             

                                      Herido en la cabeza                        

                                      con el alma desecha                           

                                      por tu ausencia.                           

                                                He quedado                              

                                      atrapado en tus laderas,                   

                                      apresado por la nieve                      

                                      de tu pecho.                               

                                                Varado, abierto, rematado,              

                                       helado por completo                        

                                      con el cuerpo inmóvil                         

                                      por tu frío.                                 

                                                   

                                                           II

 

                                               Nuevamente

                                      el suelo

                                      se desangra,

                                      la noche

                                      se deshace,

                                      el cielo

                                      se suprime.

                                               Tanta sangre,

                                      amor,

                                      tanta sangre

                                      corre por mis venas

                                      dispuesta a derramarse

                                      por tu cuerpo.

                                               Tanta sangre,

                                      amor,

                                      tanta sangre,

                                      cascadas de agua cristalina

                                      desembocando

                                      en los mares de tu ojos,

                                      expandiéndose por las lomas

                                      de tu cuerpo.

                                               Tanta sangre,

                                      amor,

                                      tanta sangre

                                      recorriendo el mundo

                                      hacia tus venas

                                      dejándome vacío.

                                               Tanta sangre,

                                      amor,

                                      tanta sangre...

                                      Y tu, amor,

                                      callada, triste...

                                      Y yo, amor,

                                      drogado,

                                      descompuesto.

                                                           III

 

                                               Que dulce que es quererte,

                                      amor,

                                      que dulce

                                      pronunciar tu nombre

                                      en el silencio,

                                      añorar tu mano

                                      ante tu ausencia,

                                      acariciar la almohada

                                      en tu recuerdo.

                                               Que dulce que es besarte,

                                      mujer,

                                      que dulce

                                      acariciar tus labios

                                      con mis labios,

                                      mis manos

                                      con tus manos,

                                      mi pelo

                                      con tu pelo.

                                               Que dulce que es quererte,

                                      amor,

                                      que dulce

                                      el recordarte

                                 en la penumbra,

                                      el ver brillar tus ojos

                                      al cerrar los míos,

                                 el amarte, amor,

                                      como te amo.           

                              IV

 

                                               A pesar de tu miedo

                                      y mi miedo,

                                      a pesar de tus dudas

                                      y mis dudas,

                                      nos fuimos deslizando

                                      en aquella madrugada

                                      de diciembre.

                                               Clavamos nuestras manos,

                                      crucificamos nuestros cuerpos,

                                      fundimos nuestros labios.

                                               Y te quise.

                                      Y oí como pronunciabas

                                      mi nombre.

                                      Y te escuché respirar

                                      junto a mi oído.

                                               A pesar de tu miedo

                                      y mi miedo,

                                      a pesar de tus dudas

                                      y mis dudas,

                                      se nos fue pasando

                                      el tiempo como un rayo,

                                      pero yo toqué contigo

                                      la mejor melodía,

                                      compuse mi mejor

                                      adagio.

                                                           V

 

                                               Te quise

                                      cuando eras tierna

                                      como pan amasado,

                                       oloroso y amargo.

                                               Te sentí

                                     cuando tenías

                                     la infantil ternura

                                     de la noche.

                                               Te rompí

                                     cuando tú

                                     rompiste mi cabeza,

                                     en el otoño.

                                                           VI

 

                                               Se me ha roto un cristal

                                      entre las manos,

                                       se ha manchado el suelo

                                      con mi sangre

                                      vertida por tu ausencia.

                                               He perdido la paz y la palabra,

                                      se me ha roto la lengua de nombrarte,

                                      tan lejos, tan sentida.

                                               Se me ha partido el alma

                                      entre tu pecho,

                                      ha caído deshecho en la espesura

                                      del color de tus ojos

                                      traicionándome.       

                                                                                              Cristóbal Fábrega Ruiz.


                                                                       P O E M A  58.

 

               Ayer oí tu epístola en un programa de televisión

            hablando de limitaciones, de materia y de presente

            y tu verbo sonó tan solemne y conciso

            que mi alma se ahogaba en su pereza.

               Si embargo, en la luz perdida de los sueños envejecidos

            tal vez haya sitio para las añoranzas.

               Hablo de aquellas que quedaron en poso melancólico          

            cuando más serio e impersonal despuntaba el alba.                 

                           Cómo es posible perder tanta belleza...

               Parece vivida, con tanta intensidad humana

            que ni la herida más descarnada y sangrante

            causaría emoción en el sendero del olvido.

               Cómo olvidar aquel día que surqué el cielo en un trineo

            o cuando acaricié la estela púrpura de las ninfas

            o aquel baño sin fin en la laguna de las eternidades

            con Carlos y Mercedes, sumergidos en la intemporalidad.

              Entonces, ¿Quién se encargará de vestir la noche de tanta belleza                 

            el día que los ángulos oscuros hablen de mí...?

            y, ¿a quién donaré mi dádiva posiblemente enferma...?

               Cómo es posible, que toda esta belleza se pierda...

               Si supieras cuánto he visto en mi mente dévica,

            cuántos ortos de anochecida en el mágico poniente

            y cuántas luces milenarias refulgiendo en los horizontes

            y cuántos muertos esperando un atisbo de esperanza.

               Dirás que todo tiene su encaje en la ciencia,

            que cuanto vi se difuminará como una lágrima en la lluvia,

            pero, cómo es posible que todo cuanto soñé se pierda,

            si yo sólo quería jugar a que ayer nunca fuera mañana,

            si sólo trataba de pensar que la vida nunca acaba,

            si apenas nunca pedí nada, sólo una respiración,

            la noche, una estrella fugaz y un papel para contarla.

                                                                            Juan Carlos García-Ojeda Lombardo.


S E L E N E.

 

                                         Hay una mancha de vida,

                                      -como un opaco lucernario-

                                      marcada por el tiempo en la luna.

                                      Dice la alquimia que son

                                      románticos corazones

                                      que en la soledad de la noche

                                      reflejan su latido ebrio.

                                         En una mancha informe

                                      que parece dibujar obsesiva

                                      algo parecido a las soledades.

                                         Son amores vagabundos

                                      que en el balcón nocturno

                                      buscan el amparo

                                      que cure la vieja herida.

                                                                            Juan Carlos García-Ojeda Lombardo.


¿C U Á N D O?

 

                                      Sólo queda una espina

                                      emponzoñando la sien.

                                      Una parte mutilada

                                      de un viejo corazón,

                                      ya quebrantado.

                                      Al verla,

                                      una punzada de sombra

                                      me oprime, hasta en el suspiro.

                                      La inquietud,

                                      la incertidumbre marca las horas,

                                      y los días, y los meses,

                                      y las lunas... y las lluvias.

                                      ¿Cuándo el suspiro se hará gozoso?

                                      ¿Cuándo la luz,

                                      el calor y la tibieza,

                                      harán un hueco en mis penumbras?

                                      ¿Cuándo?

                                                                                  Juan Antonio Martínez Pozo.


                                                                                                                       C         COLORES ¡NADA MÁS!

                                                                                   Pero siempre brillarán

                                                                                  en mi corazón:

                                                                                  ¡TE QUIERO!

 

                                         A mi vida llevaste

                                      tus colores risueños,

                                      el verdor de los campos

                                      y el azul de los cielos,

                                      el añil, el naranja

                                      el violeta sereno,

                                      el rojo de amapola,

                                      rosa, verde y trigueño,

                                      que en blancura de armiño

                                      tus manos envolvieron

                                      dando luz a mis días,

                                      días grises y negros, 

                                      qué felices los días

                                      qué felices recuerdos

                                      los que hicieron brotar

                                      cual castillos de cuentos       

                                      la sonrisa en mis labios,

                                      el amor en mi pecho

                                      (y mi mano en tus manos      

                                      con ternura se unieron).                                                                  

                                         ¡Cómo engaña la vida!

                                      cómo ciegan los sueños

                                      que, de nuevo, te clavan

                                      sus cuchillos de acero,

                                      y sus sombras de muerte

                                      te desgarran el pecho

                                      destrozando sonrisas,

                                       apagando "te quieros",

                                      borrando los colores

                                      de los campos y el cielo

                                      que se lleva en sus garras

                                      rosas, verdes, trigueños,

                                      el rojo de amapola,

                                      el violeta sereno

                                      con destellos de armiño

                                      que tus manos tejieron.

                                      Cómo engaña la vida,

                                      cómo ciegan los sueños

                                      que, de nuevo, me envuelven,

                                      días grises y negros.

                                                                                  Antonia Mingorance Caballero.


RELATOS BREVÍSIMOS.

I

 

                                               ...y se fué.

 

OTRO.

II

 

                        Mi libidinosa andadura se inició ya hace muchas lunas. Cuando el movimiento hippy rebosaba sinceridad, Krutchev mostraba sin pudor el número de zapato al amante de Marilyn y el Vaticano organizaba su segunda gran movida. En efecto, mi primera chica fue mamá. Al menos no he conseguido reunir el suficiente número de pruebas convincentes como para rebatir las insistentes acusaciones incestuosas de Freud.

                        Ya a los cuatro meses de edad hice creer a todo el mundo que sufría un brote de poliomielitis y haciéndome pasar por un pobre paralítico recabé para mí solito las atenciones de mamá con nocturnidad incluida en el mismísimo Hospital del Niño Jesús, arrojé al abismo del pluriempleo a papá y eliminé la siempre inoportuna competencia de tres hermanos  con edades suficientemente atractivas para procurarse alguna que otra caricia suave y certera de MI mamá.

                        Se sucedieron más tarde nefritis, enuresis, terrores nocturnos, amigdalitis, ansiedad de separación y cuando el repertorio de cuadros patológicos se me iba agotando preocupantemente, descubrí ¡oh cielos! Que había un montón de hembras más.

                        Así se lo comuniqué a papá para fumar la pipa de la paz y dejar de orinarme en su taza de café como prueba testimonial de mi agravio afectivo (me constaba que seguía acostándose a escondidas con su esposa).

                        -Papá- le dije -Tengo que comunicarte algo realmente asombroso.

                        -¡¿?!

                        -Me gustan las chicas.

                        Mientras mi padre sonreía como diciendo "estás gilipollas nene, me dijo:

                        -Estás gilipollas hijo (¡huy, casi!) y añadió: "eso no es malo. Los problemas te vendrán cuando te guste sólo una".

                        Voto a tal que he oído brillantes a lo largo de mi vida, pero esa ha sido una de las más espectacularmente ciertas que han amortiguado mis tímpanos.

UNA DE PARVULARIO.

III

 

                        Veamos, el segundo amor de mi vida y primer paralelo fue una dulce monjita que con exquisito candor me introdujo en el vasto y complejo conocimiento de estos burriagatos que en la moderna teoría lingüística nos ha dado por llamar grafemas o estructuras gráficas de superficie. Con increíble paciencia y sistemas didácticos de preciosa heterodoxia me enseñó las vocales (a saber: A,E,I,O,U). Por cierto, deseo dedicarle un emocionado recuerdo y cariñoso saludo ahora que estará pensando en mí desde su clausura.

                        Nunca hasta entonces caí en la cuenta de que la "e" pudiera ser una letra que permaneciera sentada ni que la "i" fuera la letras más contenta de alfabeto.

                        En realidad tenía todo a su favor para enamorarme de ella: era la cabeza visible -a pesar de esa aparatosa toca alada- de una época estupenda en la que ir a clase consistía en ir a vengar al Séptimo de Michigan en Little Big Horn cabalgando a lomos del más rápido pupitre de la pradera. Cuando el recreo para nosotros no tenía ningún sentido a no ser para ellas -las monjas-. Ese enorme patio donde nos vertían, facilitaba una mayor amplitud de movimientos y el desarrollo de juegos más monstruosos, (pa'vernos matao').

                        Al salir a ese patio de San Pascual me quedaba esperándola y cuando la veía salir (no llego a comprender por qué se abstenía de descansar de nosotros) me arrojaba con ímpetu contra ella -o mejor "hacia" ella-. Mi obsesión era estar cerca de Sor Visitación que así era su nombre de ¿guerra?.

                        Mis recuerdos más entrañables se encuentran sobre sus rodillas, sentado "es" y sonriendo "ies", viendo desde esa bendita atalaya al resto de los niños marginados y yo a su lado, oliéndola. Olía a gloria, a piel de mamá. Era fantástico cuando al abrazarme a causa de eventuales aciertos, me aplastaba contra ese especie de cartón blanco que apartaba su pecho del resto del mundo (tercer y primer enemigos del alma respectivamente). Todo, toda ella olía a bien, a limpio, a sano, pureza, a natural. ¿Quién puede ahora decir lo mismo? Gracias a esos aberrantes logros de la perfumería, al arrimarte a una mujer puedes gratis sorber el más auténtico aroma de aguacates del caribe, la brisa del mar cuando el sol se posa suavemente sobre el límpido horizonte de las playas de acapulco o a boniatos de la Venga de San Ciprián.

                        Pero, ... ¿Nadie se ha parado a pensar en que oler a piel puede tener sus encantos? Yo reivindico el olor a carne fresca (adulterada o no moralmente, pero sólo moralmente) y desde el parvulario sé leer y oler gracias a mi primera infidelidad edípica.

                        Sor Visitación es el ejemplo a seguir y su intenso aroma a persona no le he encontrado en ningún pecho femenino virgen, acartonado o no.

                        Me le pude ligar si la edad (tenía tres años -yo-) y la guerra no lo hubieran impedido.

                        Si en vez de entregarme a la fatua batalla contra el comanche del pupitre de al lado le hubiera dedicado un poco más de tiempo...

                        Aquellas batallas le hacían a uno olvidarse de todo (incluso de la vocación recién estrenada de esnifador de pieles y abrazador de esposas ajenas), aún más si se tiene en cuenta que estaba picado con el colega de al lado que hacía de "Caballo Loco" en el pueril y peregrino prurito de a ver quién moría antes y más espectacularmente. Me enfurecía que a penas le pegaba un tiro ya se echaba a rodar por el pasillo como si le estuvieran matando; nunca tuvo el detalle de esquivarme un solo disparo, ni tan siquiera una prudente agonía que me permitiera a mí a mi  batallón rematarlo.

                        Un día decidí dejarme matar (la célebre escena de "Bailando con Lobos" en la que Kenin Costner se pasea brazos estirados a lo largo del frente es MIA) y, la verdad, me pareció una grata faceta del juego hasta entonces desconocida: me fascinaba echarme las manos a la barriga mientras ponía los ojos en blanco y profería alaridos de dolor en medio de espasmos y convulsiones. "Caballo Loco" (lamento no acordarme del nombre del compañero ni sé si después de treinta y cinco años le reconocería a no ser que ostentara un alto cargo) que se dio cuenta de que le había salido competidor letal, iba por toda la clase en plan kamikaze recolectando al vuelo todas las balas y fueros de cobertura amigo o enemigo. Así que allá iba Caballo, loco por levantarse lo más rápidamente posible del suelo con objeto de poder recibir en las memores condiciones la próxima andanada de metralla. Como su habilidad y destreza en acaparar disparos superaba la mí, decidí suicidarme sistemáticamente, lo que, además de adjudicarme la victoria en este absurdo pique me supuso la pérdida de mi rango en el batallón(qué se puede esperar de un jefe que se da de baja antes de empezar la batalla).

                        Fue el primer gran encontronazo en mi vida social y afectivo.

                        Si no me hubiera dedicado con tanta vehemencia al juego y a la muerte, podría haber sido el jefe más joven de un escuadrón de caballería de los EE.UU. y haberme prometido con la monja más guapa y fragante del parvulario. 

                                                                                              Pedro Luis Mínguez Durán.


CLARAMENTE.

 

                                               ¿De qué te vale intentarlo

                                      otra vez? ¿Acaso piensas

                                      que solo, con la tenaz

                                      disciplina de un horario

                       

                                         -sin duda alguna heredado

                                      de lo peor de toda aquella

                                      infancia larga y vulgar-

                                      es posible todavía

                                  

                                               que en estos versos se amaña

                                      con unos trucos muy vistos.

                                      Te lo digo de verdad:

                                      Nunca llegarás a nada.

                                                                                        Juan M. Molina Damiani.

                                                                                        Inédito, de Salvoconducto

                                                                                  Colección de poemas, 1984-2002).


                                               P R I S A.

 

                                         Tengo prisa. Deprisa salgo

                                      y tomo un taxi.

                                      Aprisa, por favor.

                                      Y corre como loco y acelera

                                      y adelanta, se salta los semáforos

                                      y los pasos de cebra y los stops.

                                                De lejos veo a un niño

                                      que juego a hacer castillos con la arena,

                                      y los árboles llenos de hojas verdes,

                                      y una luz malva en ese banco frío

                                      donde se besan

                                      dos jóvenes desnudos de ternura,

                                      y un par de gorrioncillos que dibujan

                                      alas de libertad a las palabras.

                                               ¡Aprisa! ¡Más deprisa!

                                      Y vuela en el asfalto,

                                      y arroja a la pared

                                      un puesto de ilusión y golosinas,

                                      y atropella los sueños

                                      que buscaban cruzas a los jardines,

                                      y choca con un muro que los sueños

                                      alzaron en la guerra del destino...

                                               ¡Deprisa! ¿Venga! ¿Aprisa!

                                      Y llego. Estoy aquí. Gracias. Me bajo.

 

                                      ¿Adónde iba?

                                      Me extraño. Vuelvo. Grito: "¡Taxi!"

                                               Un olor a ciprés y soledad

                                      me llega en esta tarde de reposo.

                                                                                              Ramón Molina Navarrete.


MEDIANOCHE.

 

                                               Acaba de sonar lo que no existe:

                                      el tiempo. En el desván una muñeca

                                      me invita a la añoranza, y por la rueca

                                      de las horas se pincha mi alma triste

                                     

                                      y muere. Estoy muriendo. Lo que fuiste

                                      -me digo-, está cayendo en hoja seca

                                      del árbol sin memoria, como hueca

                                      sombra que arrastra al mar cuanto no existe.

 

                                         Adiós. Es medianoche. Adiós. Voy viendo

                                      besos, sueños, dolor... Todo perdido.

                                      Se me acaba este día que me han dado.

 

                                               Adiós sin pena, en calma, en paz, sonriendo,

                                      feliz..., pues pese a todo, haber nacido

                                      es lo mejor -sabed- que me ha pasado.

                                                                                              Ramón Molina Navarrete.


22-6-2002.

 

                                               Aquí,

                                      entre los sueños o al alba

                                      y antes de que la luna

                                      abandone su puesto.

                                               Así,

                                      entre malvas escarchadas

                                      e ilusión con olor

                                      a óleo y trementina.

                                               A ti,

                                      sobre la inmensa suavidad

                                      que acaricia mis rincones.

                                               He detenido las agujas

                                      para quererte

                                      continuamente en este instante.

                                               Y, sin más,

                                      la felicidad se hará constante

                                      contigo.

                                                Carmen Julia Morago Lázaro.


UN ÓVALO DE SOMBRA.

 

                              Un óvalo de sombra es suficiente

                           para encerrar tu espacio en mi recuerdo,

                           una pequeña luna oscurecida,

                           una nada, un silencio.

                              Miro la tibia imagen, apartado

                           en un rincón del pensamiento,

                           y escribo desde aquí para decirte:

                           guarda la juventud, goza viviendo,

                           bebe su vino y piensa que mañana

                           te temblarán los labios al beberlo.

                           Hoy es río de vida y, siendo el mismo,

                           mañana matará como un veneno.

                           Bebe tu juventud, vive, no dejes

                           ni una gota en el vaso, vence al tiempo.

                                   Tú sabes mi obsesión. Ayer reía,

                           ayer fui joven, no hace mucho, pero

                           hay unos pies veloces que nos siguen

                           y nos alcanzan sin remedio.

                           En los nidos de ayer no quedan pájaros,

                           volaron todos no sé dónde, fueron

                           hacia otro clima y otras plenitudes,

                           y acaso tú no puedas entenderlo.

                                   Tengo un símbolo, voces diferentes

                           para decir el mismo pensamiento.

                                   ¿Has escuchado alguna vez el ruido

                           que hace la hierba cuando crece? ¿Has puesto

                           un poco de aire dentro de tus manos

                           y has sentido su peso?

                           No es posible, pero la hierba crece

                           y el aire, en su carrera, engendra el viento

                           y nadie sabe detener su marcha.

                           Esto es vivir. No puedes entenderlo

                           porque estrenas la vida y te la pones,

                           como un abrigo, encima de tu cuerpo.

                                   Cuando comprendas que lo más valioso

                           está dentro de ti, verás abierto

                           un ancho panorama de belleza

                           más allá de los ojos y el deseo.

                                   Conserva el equilibrio de la forma

                           con el fondo y evita cualquier gesto,

                           cualquier palabra que no esté madura

                           antes de pronunciarla. Busca el centro,

                           busca un signo cualquiera de alegría

                           y llévalo en el pecho.

                                   Busca un signo cualquiera,

                           una luz, un color, un nombre, un sueño,

                           y llévalo, como una imagen pura,

                           delante de los ojos, pero dentro.

                                   A mí me basta un óvalo de sombra

                           para encerrar tu espacio en mi recuerdo.

                                                                                        Manuel Morales Borrero.


LA VIDA ES UNA AUSENCIA.

 

                                   La vida es una ausencia, y despedirse

                           es plantar en la nada una semilla.

                           Es como si tu entraña, fuego estéril,

                           me devolviese en humo su cosecha.

                           Y desde aquí mis brazos, desde lejos

                           para que no te hieran ni te humillen,

                           se alargan y te buscan; y está todo

                           cada vez más ausente a su regreso.

                                   Puedo vivir así, quedar clavado

                           a un calendario ya sin fechas, verte

                           más lejos cada vez y recordarte

                           y asemejarme en todo con la muerte.

                           Alguien vendrá, no temo. La familia             

                           del hombre es su tristeza. Si la vida

                           se compone tan sólo de palabras

                           que nos dejan amargos los oídos,

                           tendrá otra voz el aire que se posa,

                           junto a mis manos, lleno de rumores.

                                   ¿Dónde estarás? Acaso enloqueciendo

                           entre faroles rojos de verbena,

                           o acaso fabricando una sonrisa

                           porque la vida en torno se oscurece

                           y es urgente reír cuando te asedian

                           las mariposas crueles del recuerdo.

 

                                   ¿Dónde estarás? Responde, que la vida

                           se me va descarnando y hace frío.

                                                                                         Manuel Morales Borrero.


EPÍSTOLA SIN PISTOLA.

                                                                                  A José Luis López de la Calle.

 

                                   Rescatamos la lluvia,

                           latitudes y fechas,

                           las primeras baldosas

                           donde agarra la hiedra.

                                  

                                   Rescatamos fragmentos

                           del fulgor de la arteria,

                           los residuos de nieve

                           que a los mares regresa,

 

                           sin embargo, los signos,

                           el poema y las piedras

                           son las mismas gargantas

                           de feroz resistencia.

                                  

                                   Rescatamos latidos

                           de las yemas más tiernas,

                           el desliz que los párpados

                           nos transforma en materia,

                           pero obramos conscientes

                           que la voz no libera

                           ni extermina silencios

                           ni apacigua las guerras.

                                  

                                   Rescatamos despacio

                           la paciente pavesa,

                           esa débil figura

                           como de muerte lenta,

 

                           disponemos su sombra

                           en un lienzo que tenga

                           el sabor de la carne

                           consumida por fieras.

 

                                    Rescatamos al fin

                           todo lo que se muestra;

                           no ignoramos que todo

                           significa existencia,

 

                           sin embargo seguimos

                           esa es nuestra manera

                           de querer resistir,

                           pero sin metralleta.

                                                                            Antonio Negrillo Fuentes.


M A R I N A (II).

 

                                   El mar no se llevará mi alma,

                           puede esperar el malecón

                           una tras otra, sin dañarse,

                           ola tras ola, dibujando

                           en la dureza de su piel

                           huellas que el tiempo hace del agua.

                           El mar cierra los ojos,

                           y en los cristales de la arena

                           el mar nombra a sus muertos

                           con las palabras de las olas.

                                   El mar no se llevará mi alma,

                           ha de esperar frío mi cuerpo

                           el malecón donde detiene,

                           una tras otra, ola tras ola,

                           esa difusa niebla grasa

                           que gesticula por sus labios.

                           Yo se que el mar no quiere almas

                           y una tras otra lleva viajeros

                           en la garganta de los peces.

                                                                            Antonio Negrillo Fuentes.


NOVILUNIO.

I

 

                                   Anochece y la tarde con presteza,

                           recordándome prófugos amores,

                           va ocultando lejanos resplandores

                           dándome pinceladas de tristeza.

 

                                    Ahora lo sé, tengo la certeza,

                           se confirmaron todos mis temores

                           la vida pasé entre bastidores

                           envuelto por un aire de tibieza.

 

                                   Anochece y la tarde con sigilo

                           musita negras notas inclementes

                           evocando la pena prematura

 

                           que me dejó mi triste amor de asilo

                           que, implacable, compone los hirientes

                           compases de este amarga partitura.

II

 

                                   Hoy que mis cabellos otoñean,

                           que mis pasos se vuelven vacilantes,

                           palabras dulcemente delirantes

                           mis labios sin amor tartamudean.

 

                                   Hoy que mis grises ojos se ensombrean,

                           que no siento el candor de los amantes,

                           campanas de terneza, como antes,

                           en mi corazón no repiquetean.

 

                                   Hoy como ayer transito en solitario

                           buscando alguna límpida mirada

                     que me recuerde un tiempo ya olvidado.

 

                                   Hoy que finalicé mi itinerario

                           como bagaje traigo quebrantada

                           mi voz por su silencio acumulado.

                                                                                  Alfredo Sánchez Vico.


s          PASIÓN EN LOS OLIVOS.

 

                                      Verde plata del olivo.

                                   Frío viento entre olivares que canta un temor antigüo.

                                   La brisa del olivar lleva rumor de cuchillos,

                                   y en el monte se desatan los verdes de los olivos.

                                   Olivos de antigüa planta entre troncos retorcidos

                                   en los que crece la hierba y se enredan los tomillos.

                                      Verde plata del olivo.

                                   Frío viento, claras agua

                                   y un eco que suena a siglos...

                                      Verdes filas de olivares cruzadas por más olivos.

                                   Altiva estirpe de hombres que el sudor ha construído.

                                      Sombrero de paja, llanto,

                                   ojos que clavan cuchillos

                                   que hablan de amor y guerra,

                                   de pasión en los olivos.

                                      Verde plata del olivo

                                   Frío viento entre olivares que canta un temor antigüo.

                                                                                  Asunción Santa-Olalla Montañés.


VUELA PALOMA.

 

                                      Angustiado está el corazón de la paloma

                                   por los buitres que celosos acechan su caída.

                                      Temerosa se agita su alma vergonzosa,

                                   cuándo sus fuertes alas intentan la salida.

                                      Alza el vuelo hacia las tierras cálidas

                                   de cielos transparentes y lunas no exploradas.             

                                   Vuela paloma y deja que mi alma se prenda entre tus alas.

                                                                                  Asunción Santa-Olalla Montañés.

 

 

“SONETOS DE MONTERÍA”.

 

EL NOVIO

 

Para Antonio Sena Medina,

Que no va por el camino de serlo.

 

¡Miradlo atado a un árbol, bautizado

con la sangre caliente de las reses!

Tantos días soñando, tantos meses

Esperando este gozo realizado.

No sale de su asombro. Entusiasmado

Rememora la escena: Varais veces

En las que entre murmullos y entre preces

Disparó al jabalí que yace al lado.

Una inmensa alegría le inundaba

Y cierta desazónpòr ver la muerte

Causada por sus ansias venatorias.

Ya no sabe que es montero, que llegaba

El momento sublime en que la suerte

Lo signaba con miedos y con glorias.

 

Guillermo Sena Medina.

 

AÑORANZA DEL ARRUI

 

A Manuel Alonso, con quien

Me habría gustado cazarlo.

 

Recuerdo aquellos días de Melilla

Cuando hiciste por Whitman el congreso

Y la ocasión perdida del regreso

A cazar en el Atlas de tu orilla.

Ahora, cuando moro en otra villa

Cuyos encantos me mantienen preso,

Vuelve hasta mí con todo el embeleso

Del safari que fue simple semilla.

Y es que ha vuelto el “Arrui” a mi mente,

Enriscado en murciana Sierra Espuña,

Él con el ferviente deseo de cobrarlo.

Más no será verdad. Seguramente

No se pondrá a mi alcance su pezuña

Y volveré del monte sin lograrlo.

...

Guillermo Sena Medina.

 

 

MI PERRO

 

A Lino Fleming Sena.

 

Es mi perro nervioso, inteligente,

Un canelo ligero y garabito

Que sueña con el monte y con el rito

De demostrar cazando que es valiente.

Blanco lucero luce por su frente.

Juguetón como tierno animalito;

Ya se vuelve obediente o, si le incito,

Ya ladrador y un tanto impertinente.

Pudo ser la reala su experiencia

O sabueso de campo, pelo y pluma,

Por sus muestras, sus dientes y su jeta.

Pero sufre su suerte con paciencia,

Cambiando los jurales por la espuma,

Ya que su dueño no tiene escopeta.

...

Guillermo Sena Medina
                                      Este día, el mundo se ha parado

                                   Un instante en tus ojos,

                                   Hoy, la tierra ha dejado la

                                   Respiración para más tarde...

                                   Hoy, una caricia negra ha rociado

                                   Tus ojos de sangre, de miedo...

                                   Quizá algún día, tenga que volar

                                   Hacia la luna y no me dejen

                                   Volver,

                                      Quizá mi última despedida sea

                                   sólo una sonrisa,

                                   quizá... sólo quizá se me descuelgue

                                   la vida y los hilos de mi futuro

                                   caigan sobre un pino negro...

                                   ¿Quién ilumina la cueva del

                                   miedo?  ¿Qué estrellas podrán

                                   decir cuándo tenemos que gritar

                                   nuestro último te quiero?

                                   Quizá tenga que marcharme con las

                                   Maletas deshechas, pero...

                                   Me llevaré toda la

                                   felicidad dentro de mis

                                   ojos fijos y esperaré en la luna

                                   Que vengas a por mí subido

                                   En un cometa.

                                                                                       Para José...

                                                                                       ...si alguna vez muero

                                                                                       será para estar más viva.

                                                                                              Ana Toledano Villar.


                                      ¿Y qué conservo con los años?

                                   El pelo rojo,

                                   Los ojos perdidos en el cielo,

                                   Y el amor

                                   A esta poesía escrita para

                                   Llorarla en voz baja.

                                      ¿Y qué conservo con los años?

                                   Un puñado

                                   De amigos con las maletas hechas,

                                   Ilusiones restadas

                                   Y las lanzas rotas,

                                   De mil batallas perdidas

                                   Contra esta realidad

                                   Que me conserva.

                                                                                       Ana Toledano Villar.


                        TENDAMOS PUENTES.

I

 

                                      Cercanos, y en soledad;

                                   vecinos, pero lejanos;

                                   silencio entre los humanos,

                                   tensión y agresividad.

                                   Respirando crueldad,

                                   la vida se torna dura

                                   y la marcha se hace oscura

                                   por la niebla de violencia;

                                   escasa es la convivencia

                                    en ambiente de locura.

II

                                      Es posible convivir

                                   y sentirnos muy cercanos,

                                   si ponemos los humanos

                                   los puentes del compartir.

                                   Debemos ya construir

                                   los puentes de cercanía,

                                   de amor, de paz, de alegría,

                                   de diálogo y convivencia,

                                   de ayuda, de la paciencia,

                                   de comprensión y armonía.

III

                                      Se romperán las fronteras

                                    que a las personas separan,

                                   si, al mismo tiempo, preparan

                                   un puente entre sus riberas.

                                   Y nacerán primaveras

                                   en este inmenso desierto;

                                   renacerá lo que muerto

                                   en nuestro pecho dormía

                                   y bella flor de armonía

                                   perfumará nuestro huerto.

                                                                                        Rafael Valdivia Castro.


M A T E R N I D A D.

Como roce de flor.

 

                                      Como roce de flor, copo de nieve,

                                   beso tibio de sol, que ya amanece,

                                   en seno acogedor, que se le ofrece,

                                   se posa bello ser, pequeño y leve.

                                      Al notar su presencia, se conmueve

                                   el corazón materno... se estremece;

                                   y el árbol de su dicha le florece

                                   si el niño en las entrañas se le mueve.

                                      El débil ser muy confiado mora

                                   en la tibia morada de su nido;

                                   flotando en su mansión, se ha dormido.

                                      La madre que lo sueña y que lo adora,

                                   impaciente y feliz, con ansia añora

                                   el día en que su hijo esté nacido.

                                                                                        Rafael Valdivia Castro.


UNA CARACOLA DE TU RECUERDO.

 

                                      Haré una caracola con tu recuerdo,

                                   para escuchar tu voz

                                   en las noches de mis nostalgias,

                                   después subiré al tejado

                                   y esperaré para desperezarme

                                   con los primeros rayos del sol.

                                      Volveré a dormir,

                                   tal vez, dos mil años más,

                                   y luego subiré a una estrella.

                                      Por entonces habrá acabado

                                   tu existencia de letargo,

                                   y pasearemos por los espacios imaginados,

                                   volviendo a dejar nuestras huellas

                                   en la arena, junto al mar,

                                   y seremos,

                                   los únicos niños del universo.

                                      Cúbreme, amor,

                                   con el tul de tus misterios,

                                   y fustiga mis sentidos adormecidos

                                   en la lucha eterna

                                   de mis pensamientos.

                                                                                        Josefina Vázquez Florido.


                                    EL ROMANCERO DE JAÉN.

 

"LA CASA DE LOS RINCONES". [i]

I.

                                               Dime tú, la negra casa,

                                      do la pompa y la opulencia

                                       del orgulloso magnate

                                      en otro tiempo se dieran;

                                      dime tú, la de los muros

                                      derruidos; la de almenas

                                      que a la gente pregonaban

                                      de tu dueño la nobleza;

                                       la de artesones labrados

                                      y alcatifas arabescas;

                                      ¿qué se hizo de tus señores,

                                      de tus señores que eran

                                      en la corte los primeros,

                                      los primeros en la guerra?

                                      Hoy, abandonada y triste,

                                      miras caer tus almenas

                                      al impulso de los aires

                                      y de las rudas tormentas.

                                      Ya ves que tus negros muros

                                      sostenerse en vano intentan;

                                      que ya la mano del tiempo

                                      con la destrucción te sella

                                      y se cava, lentamente,

                                      tu cimiento, a la par mesma,

                                      que en el olvido enterradas

                                      tus tradiciones se quedan.

                                      Tal vez, si intentara alguno                                       

                                      el velo en que estás envuelta

                                      penetrar, nada sus ojos

                                      descubriesen en tus piedras

                                      para trazar una historia

                                      o misterioso conseja,

                                      que en las veladas de invierno

                                      cabe el hogar se refiera.

                                      Harto poco, noble casa,

                                      de su pasado te queda;

                                      de aquellos tiempos que huyeron

                                      de aquellas lejanas épocas

                                      quede en su sueños el alma

                                      en gloria y misterio envuelta.

            II.

                                         Callada estaba la noche

                                      y más que callada, negra,

                                      ni un bulto alcanzan los ojos;

                                      ni un rumor al oído llega;

                                      sólo el aire silba a veces

                                      en son de lejana queja

                                      que se dilata y se extingue

                                      y se pierde, allá en la vega.

                                      En el gran zoco arabesco

                                      de Jaén, junto a la puerta

                                      que de Martos lleva el nombre,

                                      un hombre embozado espera

                                      no muy lejos de la fuente

                                      que llaman la Magdalena.

                                      Noble es su porte, intranquilo

                                      por la ancha plaza pasea

                                      con tal premura, que a veces

                                      la corona de su espuela

                                      rozando va las del zoco,

                                      duras, desiguales piedras.

                                      Párase un punto, escuchando

                                      y es que a lo lejos resuena

                                      el crujir de una tizona

                                      que contra la cota pega.

                                      -Pero Gil- Señor- Ya mucho

                                      ha sufrido mi impaciencia

                                      creyéndote descubierto.

                                      -Si tal sucedido hubiera,

                                      por Dios, que mi pobre vida

                                      harto caro les vendiera.

                                      -Y ¿lo averiguaste?- Todo;

                                       cuando la aurora aparezca

                                      también alzará este pueblo

                                      por don Enrique bandera.

                                      Baldón, Señor, por Castilla

                                      que consiente con tal mengua

                                      que un bastardo la avasalle

                                      y que a su Rey no defienda.

                                      -Basta, Pero Gil, de Enrique

                                      no es la culpa; el labio sella

                                      porque en tierra de traidores                        

                                      no hay que fiar ni en las piedras.

                                      Vamos de aquí -Deteneos

                                      ved que el huracán arrecia

                                      y procurarnos albergue

                                       donde descansar, es fuerza.

                                      Acaso entre estos villanos,

                                      gente de mala ralea,

                                      algún pecho noble quede

                                      en quién la traición no quepa.

                                      Dijo, y con el duro pomo

                                      de su daga, en la primera 

                                      ventana que a mano hallóse

                                      llamó con la mano diestra.

                                      -¿Quién va? -responde una

                                      a tiempo que de la puerta

                                      los férreos goznes rechinan

                                      quedando a poco entreabierta.

                                      -Hidalgos son, que a tu casa

                                      a pedir albergue llegan,

                                      porque la noche es oscura

                                      y la tempestad no cesa.

                                      -Adelante los hidalgos;

                                      entren y no se detengan

                                      que para hidalgos y pobres

                                      siempre mi casa está abierta.

                                      Así contestara el huésped,

                                      esto oyeron los de afuera

                                      y cuando el umbral pasaron

                                      tras de ellos cerró la puerta.

                                      ..............................

                                      En silencio a quedar vuelve

                                      aquella plaza arabesca

                                      que tiene al pie una fuente

                                      y frente tiene una iglesia;

                                      fuentecita de agua pura;

                                      templo de la Magdalena.  

III.

                                         Sonriendo viene el alba

                                      sonriendo el alba llega

                                      por su rosada ventana,

                                      ventana de oro y de perlas.

                                      Ya la tempestad pasó

                                      y en mil colores se ostentan

                                      las flotantes nubecillas

                                      que por el eter revuelan.

                                      El sol comienza a dorar

                                      la cruz de la aguda flecha

                                      que se alza sobre la torre,

                                      sobre la torre arabesca.

                                      Y ya de mullido lecho

                                       a levantarse comienzan

                                      los que a pedir hospedaje

                                      y durante la tormenta

                                      la noche anterior llegaron

                                      de Martos junto a la puerta.

                                      Pero Gil es el primero

                                      que abre y al umbral se acerca

                                      pero al ver un bulto armado

                                      retrocede con sorpresa.

                                      -¡Señor, señor! Nos vendieron;

                                      la mano en su daga puesta

                                      exclama el noble hijodalgo.

                                      -Villanos, nunca tal mengua

                                      en los que su hogar me dieron

                                      a suponer me atreviera...

                                      -No son traidores... Señor...

                                      los que con legal reserva

                                      a su Rey le dieron guardia

                                      pasando la noche en vela-

                                      exclama el buen Salazar;

                                      y con la rodilla en tierra

                                      al Rey presenta por armas

                                       solo una tizona vieja

                                      que por lo grande y mohosa

                                      la de Rodrigo recuerda.

                                      Tranquilo el Rey dijo entonces:

                                       -Sal del rincón y a mí llega,

                                      tú, que cien veces más noble

                                      que los nobles de esta tierra

                                      hospedaje al Rey don Pedro

                                      y guarda le das; nobleza

                                      a ti y a tus descendientes

                                      forzoso es que yo os conceda.

                                      Por ende merced te otorgo

                                      de lo que pedirme quieras

                                      que así el Rey don Pedro paga

                                       la lealtad donde la encuentra.

                                      -Señor, yo solo deseo

                                      serviros en paz y en guerra

                                      y para ni casa os pido,

                                      por merced, aguas y almenas.

                                       Todo el Rey te lo conceda.

                                      Todo concedido queda.

                                      Don Pedro de Salazar

                                      y del Rincón, porque es fuerza

                                      que tal nombre y apellido

                                      ilustren tu descendencia.

                                      Ahora, Pero Gil, al campo,

                                      que otras justicias nos restan

                                       para que todos mis reinos

                                      asosegados se vean

                                      y en vano no los desmiembren

                                      los que llamarme se empeñan

                                      el Rey don Pedro el cruel

                                      que non fizo cosa buena.

                                      ........................

                                      Y dime, la noble casa,

                                      la de las blancas almenas:

                                      ¿qué se hicieron, tus señores

                                      qué se hizo de tu opulencia?

                                                                                              Miguel Moreno Jara.


CUENTO DE JAÉN.

                                                                                              "A Carlos José y Mercedes".

HISTORIA DEL RATÓN PÉREZ.

 

                        Pérez es un ser diminuto, apenas un ratón de jardín que bulle en las largas noches por los campos y ciudades del Sur, transportando monedas y marfil desde su habitáculo a las casas de todos los niños que mudan su primer diente y lo depositan con cándida esperanza bajo la almohada.                

                        Quienes han podido preservar, por tradición oral de sus abuelos, la historia del ratón Pérez, saben que en otro tiempo fue un hijo del señor del bosque. Nació de una madre cierva en los ya desaparecidos alcornocales de la Serranía de Mágina y murió a manos de un furtivo cuando apenas su cornamenta despuntaba unos dedos de la pelambre dorada de la cabeza. Los eruditos de las leyes dévicas, dicen que los seres bondadosos de la naturaleza que mueren indignamente a manos del hombre, liberan su espíritu terrenal y se convierten en entes espirituales de limitada inteligencia, dotados de un gran capacidad de trabajo y esfuerzo que ponen al servicio de entidades superiores. Prácticamente ningún humano ha tenido ocasión de verlos con nitidez y, de entre estos, sólo los de corazón inmaculado han podido hablar con ellos.

                        Así, hay quien afirma haber visto al pequeño Hombre del Lodo, al Mago del Musgo, a las Ninfas de los Estanques, a los Faunos, a los Silfos, las Ondinas, los Elfos, los Gnomos, los Leprachaum irlandeses, los Ristrof rusos, las Gianas marinas etc...

                        Pérez, pertenece al grupo de los Bendegus, seres bípedos de estrafalaria vestimenta que miden unos seis centímetros de estatura y, que como rasgos comunes, tienen el de su llamativa y puntiaguda joroba que los hace correr muy inclinados a velocidades de vértigo y su rabo, más largo que el cuerpo. Lo utilizan de timón y guía para no perderse en la oscuridad de la noche, que es cuando más actividad tienen. Por eso, alguien que entresueños ha visto la silueta de Pérez o de otro Bendegu sobre su almohada, en los pocos momentos en que llega a materializarse, ha creído contemplar un ratón. De ahí su acepción cariñosa;: "ratoncito Pérez".

                        Su nombre verdadero es Selevernanddo que, traducido a nuestra lengua, quiere decir: "el que pierde la vista en la luna". Sin embargo, los humanos lo conocen por Pérez, debido a que hace muchos años fue visto por un cortijero del pago de Puerto Alto y, al observar la cara, le encontró un enorme parecido con la de su cuñada, Demetria Pérez. Desde entonces se ha mantenido entre nosotros con tan impersonal nombre.

                        Vive desde hace muchos años en una vieja casería semi derruida cercana al monte de Jabalcuz, en las últimas estribaciones de la Serranía de Mágina, cercana al lugar donde nació y después entregó su sangre a la tierra en un lento amanecer preñado en el horizonte de colores malva y amatistas. No recuerda nada de su vida anterior. A veces, detiene su rauda marcha ante el tronco de un árbol impregnado del terciopelo gris de las cuernas de un ciervo. Queda un momento pensativo. Mira al cielo y se orienta con las estrellas y con los poéticos paraselenes lunares en las noches de nubes rojas. Luego, reanuda su carrera.

                        Porta siempre con él dos pequeños zurrones que cruza en su cuerpecillo a modo de bandoleras. en uno lleva las monedas que recoge del suelo cuando caen de los bolsillos y monederos de los hombres. El otro, le sirva para transportar el marfil; la razón de su existencia.

                        Su casa es un hueco entre dos ladrillos junto a la vieja chimenea. es pequeña y austera. Apenas un montoncito de paja y un trapo encima donde dormir. Una mesa y una silla y unas virutas de alhucema sobre una caja de cerillas, que sirven para aromatizar la estancia y ahuyentar a los temidos Gross, criaturas infernales sirvientes de la reina Morgana, señora de las adivinaciones nefastas y los ángulos tenebrosos.

                        Mas, pese a la aparente rusticidad de su habitación, el ratón Pérez guarda un tesoro secreto. Bajo la caja de cerillas hay un trampilla de piedra que da acceso a una cueva serpenteante que permanece siempre iluminada con mágicos destellos blanquecinos. A veces el reflejo se filtra por el alamud adherido a la piedra de la trampilla y forma geométricos haces de luz. Por eso, siempre coloca paños negros encima para evitar insanas curiosidades.             

                        Pegada a la piel rugosa de su pecho, lleva la llave de acceso a la gruta. Cuando se dispone a abrirla, asoma una y otra vez a la chimenea cauteloso de que nadie perciba su maniobra, pues, aunque puede convertirse etéreo a voluntad, los objetos que lo rodean son visibles y podría peligrar la faraónica misión para la que fue concebido como Bendegu.

                        Por las mañanas, al retornar a la vieja casería cargado con los dientes de los niños, tras unas miradas recelosas, se introduce en la cueva. Su pasadizo sinuoso tiene la meta en una bóveda horadada en la roca viva. En sus paredes se almacena el tesoro: cantidades ingentes de marfil blando. Diminutos dientes pequeños como perlas coralinas cuidadosamente dispuestos en torres acristaladas. Los vericuetos y rincones que dejan tras los apilamientos, se ocupan con las siluetas sombreadas por un fulgor de tono blanco y candorosos. El ratón Pérez sonríe. Sabe que su tarea está próxima a finalizar. Igual que en su día la concluyeron sus antecesores, Bendegus que pululan con entera libertad muy cerca del gran jardín celestial, donde se producen las conjunciones astrales de los otros planos no perceptibles para el hombre. Allá vive el Gran Creador rodeado de las criaturas sensibles.                   

                        Con las primeras luces del alba y el canto aflautado de los mirlos que anidan en las tejas del caserón, el ratoncito Pérez se dispone a acostarse. Duerme durante todo el día. Su sueño es profundo y reparador. Sueña con las siluetas de grandes pinos abrazados por las copas. Y con el crepitar de la hojarasca pisada por los animales del bosque. Imagina grandes montañas de cumbres nevadas fúlgidas, bañadas en colores plata por el destello del sol. Aves de una indómita belleza, cruzan un cielo pigmentado de tono carmesí. En su sueño, la boca arrugada y carnosa se ensaliva a cada cambio de postura. Dentro de su chocante aspecto, esos momentos oníricos, le confieren una cierta dulzura y se hace eternamente entrañable.                      

                        Esa tarde, cuando aún la claridad dominaba las cañadas y cárcabas de la sierra, recibió la visita inesperada del correo. El ratoncito Pérez conoce las instrucciones sobre los niños que debe visitar con bastante tiempo de antelación. Hacía apenas unos meses que un duende Borno, los de gorro azul y cabeza calva y pequeña, le visitó entregándole un alista con los dientes que debía retirar. Antes de cumplir el ciclo, otro duende Borno, de nombre Largan se presentó de nuevo en su casa. Sabedor del mal despertar de los Bendegus, desde el exterior de la puerta conectó telepáticamente con el sueño del ratón Pérez, avisándole de su visita.

                        "Este Selevernanddo, -murmuró Lerguan-, siempre sueña con lo mismo. Los bosques, la nieve... Podía soñar con hacer alguna trastada a un humano para divertirse; esconderle el monedero a un avaro, hacerle creer falsos presentimientos a un lector de horóspocos, provocarle una ventosidad a un ejecutivo cuando come con su jefe. Nada, siempre lo mismo".

                        El ratoncito Pérez vio en su sueño a Lerguan, que cruzaba a toda velocidad el bosque, portando un gran destornillador. Lo siguió. El duende Borno se acercó a una explanada donde había un vehículo todo terreno, seguramente de unos cazadores. Lerguan serpenteó hasta introducirse debajo del automóvil; al rato salió impregnado en grasa y con una risa aguda que atronaba los oídos; al tiempo, decía: "Esta noche no duermen con sus mujeres, ¿Verdad Selevernanddo?. ¡Despierta ya!"

                        El Bendegu se levantó como un resorte de la cama. Con su habitual recelo y mal humor salió a la puerta. Lerguan reía mostrando una pavorosa mella. "¿No tienes en tu almacén unos dientes para prestarme?. Los míos se pudrieron comiendo azúcar, ji, ji, ji".

                        El ratón Pérez descompuso el gesto de la cara. Era muy serio y no aprobaba las bromas. Perturbar el sueño de un Bendegu, puede acarrear desgracias. Lerguan fue silenciando su risa. Hurgándose por entre los bolsillos alcanzó un trozo de pergamino. Sacó del otro bolsillo un cristal de gafa graduada y poniéndolo delante ee sus ojos leyó el texto:

                        "Con la llegada de la prímura estacional al plano tangible, se hace necesario poner fin a tu misión. Hoy repartirás las tres últimas monedas. Hoy mudarán tus tres últimos niños. Es hora de recuperar el almacén para terminar la construcción del palacio del marfil perpetuo. Si es aprobada tu obra, mañana correrás junto al Creador, por el gran jardín celestial. Firmado y rubricado: Oliverto Norberio, rey de todos los elfos".

                        El ratoncito Pérez dejó escapar una mirada brillante. Respiró profusamente y atusó sus pobladas cejas. Un silencio pactado recorrió la estancia. Al rato dijo Lerguan: "¿Me prestas cuatro dientes. Si yo te dijera donde he llegado a meter la boca... ji, ji, ji".

                        Cuando quedó sólo, comprobó que la luz del sol era tenue. Faltaban pocos minutos para el crepúsculo. Debía apresurarse para realizar el último trabajo. Después correría por los prados del gran jardín. Con el mismo ritual de siempre, sacó las llaves que guardaba junto a su pecho. Abrió la puerta de acceso a la cueva.Miró complacido las montañas de marfil. Sintió orgullo de pensar que todo iba a ser destinado a la construcción del magno palacio.              

                        Tras apartar una baldosa esquinera, sacó una bolita de muérdago y con esmero la depositó en el pasillo central de la cueva. Recitó una plegaria en voz baja. Usó la lengua gnómica que se remonta a la noche de los tiempos. Entonces, la bola cambió de color verdoso adquiriendo una tonalidad turquesa. La miró fijamente y vio uno tras otro a los tres niños que debía visitar aquella noche. Dos de ellos tenían cinco años de edad. El tercero había cumplido seis.                                        

                        Tomó su zurrón de las monedas e introdujo en él tres piezas de metal dorado.Cruzó en el otro hombro el zurrón para los dientes. Miró por última vez la habitación. No tuvo melancolía, sólo un débil soplo de soledad recorrió su corazón. Dejó la llave de la cueva escondida en una grieta especial de la pared. Sólo se utiliza cada doscientos años, cuando un Bendegu termina su trabajo y deja las llaves en aquel lugar para que sean recogidas por los obreros astrales y por el nuevo duende nocturno que sustituye al anterior.

                        Los tres últimos dientes, los debía llevar personalmente al rey Elfos como tributo de agradecimiento por los dones concedidos.

                        El ratoncito esperó a la noche cerrada. Ese día la luna estaba nueva y apenas dejaba caer algún reflejo sobre la tierra. Los buhos y cárabos comenzaron su canto de freza. Era el primer día de primavera. La actividad de los animales nocturnos no cesaba. Cuando más impenetrable era la noche, dio un salto y comenzó su veloz carrera. Se detuvo en una lometa desde la que dominaba la estampa del valle donde se erguía solitaria la casería abandonada. Miró al cielo, buscó sus pistas estelares y cruzó los pinares de una quebrada. Por fin se vio ante las inmensas extensiones de olivares. Pese a la oscuridad, el balanceo de los árboles al son del viento del Este, se reflejaba entre los terrones arcillosos del suelo como figuras fantasmagóricas y almas en pena que purgaran sus pecados por la gris tierra.

                        Sabía que uno de los niños que debía visitar, vivía en un pueblo enclavado en las estribaciones de Sierra Mágina. Los otros dos, en la capital. Decidió visitar primero a Pedro y a Leticia. La ciudad le molestaba en exceso y cuanto antes cumpliera esa tarea, sería mejor. después iría a casa de Octavio, el niño de pueblo.

                        El ratoncito corrió con increíble rapidez. Su pensamiento estaba en los verdes prados del jardín celestial. Había oído decir que cada noche que daba paso al día, estaba precedido de una esplendorosa aurora boreal. Y que los ríos eran tan cristalinos que hasta la última piedra del fondo se traslucía la superficie. Oyó decir que había una montaña de juguetes, donde vivía un viejo de barba blanca rodeado de criaturas de toda especie. Le hablaron de tanta belleza, que por primera vez sentía palpitar su corazón ebrio de curiosidad.


                        Pedro era un niño de seis años. Rubio, menudo y con unos marcados rasgos orientales en los que él nunca había reparado. Hacía varios días que se le movía el diente. Le molestaba para comer, pero ni su padre ni su madre habían tenido tiempo para arrancárselo. Su padre era directivo de una empresa de servicios con delegación en la capital. Un hombre muy ocupado. Reuniones de negocios. Viajes de empresa. Comidas con clientes y, en general, cuantos sirviera para despejar la menta de los problemas familiares. Hubo un tiempo, cuando estuvo en la universidad, que alimentó una llama de rebeldía y contestación que nadie creyó capaz de extinguir. Sin embargo, el nacimiento de Pedro y las responsabilidades de trabajo, habían terminado por doblegar aquel espíritu inquieto. Arrinconó su ropa vaquera. Perdió su colección de discos. No volvió a ir más al cine. No jugó nunca con su hijo. No leyó ningún libro; sólo, el del balance anual de la empresa.

                        La madre de pedro era médico en el hospital general. Trabajaba seis días de la semana y cada cinco, tenía un guardia de veinticuatro horas. Nunca fue proclive a tener hijos. Cuando tuvo a Pedro cayó en una profunda depresión. Los reproches entre el matrimonio fueron constantes. Se convirtió en una mujer hipocondríaca que pasaba horas observando las reacciones de su cuerpo. Su profesión alimentaba esa sensación compulsiva. Vivía obsesionada con el paso del tiempo y el futuro que amparaba al niño.

                        Pedro, en los pocos momentos que vio a sus padres en aquellos días, les pidió que le desprendieran el diente de la encía. "No puedo hijo, mañana tal vez. Hoy he de trabajar", le decían. Loli, la muchacha, no se atrevía. Era apenas una niña y le daba miedo dar el tirón. "¿Y si te sale mucha sangre...?", le decía. El niño se tocaba la boca. El diente estaba casi suelto. Pero no cedía.

                        Esa tarde, como todas las tardes, fue a visitarlo su abuela, María Dolores; había asumido el papel de padre y de madre. Ella y un colegio de educación especial, habían logrado que Pedro no se sintiera distinto de los demás. Vio al niño sufriendo con el diente. Tomó un hilo de color blanco, lo dobló por la mitad e hizo una lazada. Pedro decía: "¡No abuela!, que dice Loli que me sale mucha sangre..."

                        Con un ligero movimiento de muñeca, salió el diente prendido del hilo. El niño no sintió nada. Creyó que todavía estaba en la encía. "¡Míralo Pedro, que pequeñito es!. Guardémoslo para el ratoncito Pérez". Pedro miró con perplejidad a la abuela. No podía concebir que el diente se hubiera desprendido con tanta facilidad. No había sentido dolor. No tenía sangre en la boca. Sólo un círculo rojo en la encía. Su abuela era lo más grande del mundo.

                        "¿Quién es el ratoncito Pérez?, abuela", preguntó Pedro bajando al tiempo el labio inferior y hurgándose con la lengua en la mella. María Dolores, le contó la historia de Pérez, tal y como a ella se la contó su madre. Pedro estaba atónito oyendo el relato. Pensaba en poder sorprender al duende poniendo dinero en su almohada. Nunca había oído hablar de esa personaje. Creía que los regalos sólo llegaban en Navidad y en el cumpleaños. No podía imaginar que haría un trato tan beneficioso. "Me quita el diente y me da dinero", -pensó-. Sus padre habían atesorado un patrimonio considerable. Siempre les oía decir que con dinero se podía comprar cualquier cosa. Su padre usaba dos coches, su madre un tercero. Tenían un chalet en las afueras y una casa adosada en la playa. Como se podía comprar de todo, pensó que con el dinero que le diera el ratoncito, liberaría a sus padres de partes de sus ocupaciones y no tendrían que estar todo el día trabajando. Tal vez pudiera ir de tiendas algún día con ellos o mejor jugar en la casa. Había notado que no les agradaba mucho salir a la calle con él. "Soy  muy travieso en la calle y por eso no les gusta que salga con ellos. En cuanto ven a algún amigo, nos vamos por otro lado para que no vea lo malo que soy", -pensó-. Estaba tan ilusionado, que guardó el secreto para sorprender a sus padres. Ellos ni siquiera sabían que se le había caído el diente.

                        El ratón Pérez era conocer en lo básico de la historia de los niños a los que visitaba. Su falta de sentimientos melancólicos, lo maduraron para este tipo de trabajo. No interpretaba los acontecimientos que veía. No exploraba en las desgracias y alegrías ajenas. Su función era cambiar el marfil blando y moldeable por dinero y muy raras veces también por caramelos. Si tuviera que haber hechos suyos los problemas que vio, habría acabado en los prados de los Fuegos Fatuos, lugar cercano a los cementerios de los humanos donde pululan los Beggeys, elfos transtornados cuya locura mental despide una radiación color violeta, perceptible incluso para los hombres.

                        Estuvo en hospicios, en hospitales, en casas de niños maltratados... Percibió con su mente limitada el sufrir ajeno. Pero nunca preguntó. Una vez coincidió con una Hada en la habitación de un niño que lloraba desconsoladamente. El Hada estaba sentada a los pies de la cama. El ratoncito Pérez observó como recogía las lágrimas del crío en un recipiente de cristal irisáceo. "Las necesito para poder volar, -le dijo-. Ni una gota se desperdicia. Acompañaré a su hermanita al Jardín". El Bendegu evitó conmoverse. Hizo su trabajo y se marchó.

                        Pedro cenó pronto aquella noche. Sus padres aún no habían regresado del trabajo. Loli le puso el pijama y lo acostó. Lo arropó con ternura y dejó encendida la luz de la mesita de noche.El niño estaba inquieto. Mirada pro todos los lados de la habitación con la esperanza de ver al ratón con el dinero. Levantaba a cada minuto la almohada. El diente continuaba allí, donde lo dejó su abuela. Creyó ver sombras en movimiento. Sintió miedo. Llamó a Loli. Ella no podía oírle, estaba al otro lado de la casa viendo la televisión. Se acurrucó con la manta y se fue apoderando de él, una tierna morriña que lo fue dejando dormido.               

                        El duende aprovechó el evento para entrar en la habitación.Comenzó la tarea más delicada: cambiar el diente por el dinero. Ver suspendido en el aire un objeto sin ninguna explicación física que lo ampare, ha sido causa de más de un desmayo por quien ha observado casi a ras de suelo una moneda levitando en el aire. No obstante, la pericia de los Bendegus es admirable y en muy pocas ocasiones han sido descubiertos.

                        En una rauda maniobra hizo la permuta, mas, cuando salía con el diente en la mano dispuesto a meterlo en el zurrón, vio como se abría la puerta de la habitación. Entro la madre de Pedro. Se arrodilló y le dio un beso lánguido en la frente. El ratón Pérez, no quiso correr riesgos y esperó. Contempló la escena desde un pliegue de la manta. Esperó a que saliera la mujer y se precipitó por la fachada de la vivienda buscando la calle. perdiéndose momentos después por una esquina quedaba vista a la silueta de una montaña coronada por un castillo y una cruz refulgentes en la umbrío de la noche. dormido. Su madre estaba en la cocina tomando leche y una pastilla para la depresión. En ese instante entró Loli y le dijo que a Pedro se le había caído el diente. "Lo tiene bajo la almohada. La abuela le habló del ratoncito Pérez".

                        La mujer se levantó como un resorte. Entró de nuevo en la habitación. El niño dormía plácidamente. Con cuidado apartó la cabeza de la almohada. Pedro se despertó sobresaltado. "¿Ha venido el ratón Pérez?", dijo con voz ronca. La madre le acarició la cara y levantó la almohada. Una moneda de color cobre relucía en la sábana. Pedro comenzó a saltar loco de contento. Extendió los brazos al cielo y gritó: "¡Ha venido, ha venido!".

                        La madre, esforzándose, consiguió esbozar una sonrisa y le preguntó:

                        -¿Que harás con tanto dinero?

                        -¿Cuanto es, mamá?

                        -¡Mucho!. Es mucho dinero.

                        -No pienso comprarme nada.

                        -¿Nada te hace ilusión?, preguntó la madre desconcertada.

                        -¡Te lo voy a dar a ti!. Afirmó en tono autoritario.

                        La mujer quedó sorprendida. Miró con cara desconcertada al niño y con los ojos le pidió una explicación.                       

                        -Con este dinero tendrás que trabajar menos. Estarás más en la casa y algún día podrás llevarme a comprar si soy bueno.

                        Los ojos de la madre brillaron a la luz de la lamparita de mesa. Tragó saliva varias veces antes de poder hablar.

                        -¡Seré idiota! Como no me he dado cuenta antes de la suerte que he tenido.

                        Abrazó al hijo al tiempo que le daba sonoros besos en las mejillas. La noche se fue haciendo inmensa. Pedro acabó durmiéndose en la cama y, a su lado, estaba su madre que no paraba de acariciarlo. La luz de la lámpara se proyectó por la ventana dejando escapar la amorosa imagen por las fachadas y el asfalto. Unas mariposas azules de la noche, revoloteaban por el cristal impregnándolo de su polvo dorado. El silencio y la brisa del Sur inundaban la ciudad. Olía a azahar de unos naranjos cercanos.


                        Leticia tenía cinco años. Vivía con su madre desde que cumplió tres. estaba separada del padre por una sentencia del juez de primera instancia. Su padre, camionero de profesión, la recogía cada quince días y la llevaba al pueblo con los abuelos. Era un hombre osco y rudo, pero cariñoso a su estilo con ella, especialmente cuando había gente delante. Siempre decía: "¡Fíjese que lástima, tener que estar separado de mi hija y verla sólo cada quince días".

                        La madre de Leticia, era administrativa. Desconfió de su marido, que estaba siempre de viaje y planteó la demanda de separación. El proceso duró dos años. Leticia sabía que en el juzgado se habían dicho de todo. Su vivencia familiar la había hecho madurar, distinguir cosas imperceptibles para otro niño de esa edad. Cuando estaba a solas con su padre, éste no perdía ocasión para criticar a la madre y viceversa. Las mejores amigas de Leticia, eran dos compañeras de colegio que estaban en su misma situación.

                        Sabía que su padre había planteado otra demanda al juzgado. Reclamaba su custodia y según le comentó la madre, cualquier día la llamarían del juzgado para ser examinada por un psicólogo especializado en niño. "¡Que chuminada más gorda ir al juzgado!, pensó.

                        Leticia notó unos días atrás que se le movía un diente. Se lo tocó varias veces adelante y atrás, pero no cedió. Aquella mañana al ir a desayunar, cuando se puso la taza de leche en la boca comprobó que el diente bailaba en la encía. Llamó a su madre para que terminara de arrancárselo. "¡No puede ser, cariño!. Llegarás tarde al colegio y hoy he de recogerte antes de salir. Hemos de estar a las doce en el juzgado.

                        Leticia se fue refunfuñando. Pasó la mañana en la clase dándose golpecitos con el lápiz en el diente. Le gustaba jugar con él; derecha, izquierda, adelante, atrás...

                        Apenas volvió del recreo, vio como el bedel del colegio se acercaba por el pasillo con su madre. Cambió impresiones con la profesora. "¡Vamos Leti, que te vas con tu madre!", le dijo entre el murmullo generalizado de sus compañeros.

                        El juzgado era un edificio relativamente viejo e impersonal en sus formas. Leticia había pasado varias veces por la puerta sin reparar en su significado. Sólo le atraían las banderas que colgaban de los mástiles. La madre no paraba de insistirle: ¡Ya sabes, si te preguntan dices que estás muy a gusto conmigo. Di que no quieres vivir con tu padre. Míralo, ni siquiera ha venido. No te olvides decir que te deja con sus padres en el pueblo y que él se va de copas con los amigos. ¿Me prestas atención...?".

                        La niña se sentó en un banco de madera. Delante, se leía la leyenda: "JUZGADO DE FAMILIA". Siguió jugando con su diente. La madre estaba nerviosa de oír el ruido que hacía con la lengua al empujarla contra la encía. En un momento de arrebato, le dijo:

                        -Si sigues haciendo ese ruido, no vendrá el ratón Pérez. 

                        -¿Y quién es ese?

                        -Un duende o algo por el estilo. A los niños que no hace ruido con la boca, cuando se les cae el primer diente, si lo ponen debajo de la almohada, se lo cambia por dinero.

                        Leticia quedó pensativa. No gesticuló más. Hundió su lengua en el fondo del paladar y reparó en ese duende que cambiaba dientes por dinero. Su madre seguía con la perorata de siempre. No le prestó atención. Se limitó a asentir sin hacerle caso alguno. Cómo era posible que nunca hubiese oído hablar de ese ratón. "Seguro que es una chuminada. -Pensó-. Cree que soy tonta. Ningún duende tiene un nombre así. ¡Quiere que hable mal de papá!".

                        En aquella meditación, salió del juzgado un funcionario. Chisteó a la niña y le dijo que entrara. La madre se levantó para entrar con ella. El funcionario dijo: "¡La niña sóla, señora. La niña sóla!".

                        Leticia entró a una sala con varias mesas. Una actividad desordenada se desarrollaba en ellas. Llamadas de teléfono, máquinas de escribir que no paraban de sonar, risas... Pero nadie pareció ocuparse de la niña. Estaba sóla en una esquina de la dependencia, tras unas estanterías metálicas atestadas de papeles y carpetas. Miraba al suelo con obstinación. No movía un músculo de la cara. Tenía miedo, al tiempo que no paraba de pensar en el ratón Pérez. No creía del todo la historia, pero dejaba un lugar a la duda. "¿Y si fuera verdad, y si por hacer ruido con la boca me quedo sin dinero...?", meditaba en su soledad.

                        Por fin se acercó un funcionario: "¡Nena, ven conmigo que quiere hablarte su señoría!", le dijo con tono grosero. Leticia, con paso vacilante entró en el despacho del juez. El auxiliar la sentó en una silla y después entró una máquina de escribir sobre un soporte de ruedas en la dependencia. El juez era un hombre de mediana edad. Apenas se le oyó decir "¡Hola!". Leticia no respondió. Seguía con  la cabeza baja y los ojos pegados a las cejas, atenta a cuanto se desarrollaba en la habitación.

                        "¿Cuando viene el psicólogo?", preguntó el juez con voz crispada. De inmediato, entró por la puerta un hombre joven que se mesaba una recortada perilla. Leticia lo estudió con disimulo; era alto y guapo y reflejaba bondad en su rostro. Le pareció una buena persona.

                        El psicólogo, con un talante más humano, enseñó varios dibujos a Leticia. "Dime, ¿qué ves?", le preguntó... Leticia no contestaba, se limitaba a encogerse de hombres. Le preguntó después el auxiliar y, en tono más agresivo, el juez. La niña se mostraba absorta en sus pensamientos. No hacía caso al diluvio de preguntas. Su señoría, empezó a atusarse sus pocos cabellos. El auxiliar no paraba de mirar el reloj. Fuera, la madre paseaba de un lado a otro del pasillo.

                        "¿Y los abogados?, ¿por qué no han venido los abogados?", preguntó el juez ofuscado. El auxiliar consultó los autos. "Señoría, es que son del turno de oficio", contestó con gesto de desaprobación. De repente, la quietud se adueñó del despacho. Se miraban los unos a los otros sin articular palabra. Se denotaba el fracaso de la diligencia en las caras. Cuando el silencio era más cortante, Leticia preguntó: "¿Alguien sabe si existe el ratón Pérez?. El psicólogo, levantándose de la silla, tomó a la niña por la mano y la pasó al despacho vacío del secretario del juzgado. Contó a Leticia cuanto sabía del duende de las noches. La niña quedó asombrada. Su madre no mentía, salvo en lo de los ruidos de la boca.

                        Leti, se mostró solícita a hacer cuantos ejercicios fueron menester, Contestó a las preguntas que le formuló el psicólogo.Cuando terminó, salió de su mano en busca de la madre. La mujer se abalanzó a preguntarle su impresión profesional sobre la diligencia. El perito se desentendió y sólo dijo: "¡Su hija es muy inteligente!. Lástima que le estén haciendo tanto daño".

                        En el almuerzo la madre no paraba de preguntarle que había hecho tanto rato en el despacho del juez. Leticia, desinteresada por las preguntas, respondía con evasivas, hasta que dijo: "¡Ya está mami, se me acaba de caer el diente". Al roce con la comida, se había terminado por caer el primer diente. Leti lo exhibió como un trofeo. Corriendo fue a la cama. Lo puso con cuidado debajo de la almohada. Pasó el resto de la tarde mirando cada poco tiempo para comprobar si se producía la conversión. Mas, se fue desanimando paulatinamente. A la caída de la noche, ya no se acercaba a la cama. Quedó junto a su madre, en el sofá, viendo un programa de televisión sobre gente desaparecida. El cansancio la vencía sin remisión.                     

                        El ratoncito Pérez, que ya aportaba su primer diente en el zurrón, cruzó varias calles angostas y empinadas buscando la casa de Leticia. En su carrera, encontró varias monedas perdidas en el suelo. Reprimió su instinto de cogerlas. Su misión estaba en trance de terminar. No había necesidad de acaparar más monedas. Tenía un sobrante escondido junto a la que fue su guardia. Muchas monedas que atesoraba esteban fuera de la circulación de los hombres. En ocasiones, humanos afortunados, excavando, han encontrado auténticos tesoros enterrados que nadie ha podido catalogar ni descifrar su procedencia. Se trata de depósitos de Bendegus que quedaron abandonados cuando terminaron sus trabajos.

                        El duende subió sin problemas hasta la casa de Leticia. La niña dormía con la cabeza recostada en la pierna de su madre, que no paraba de morderse las uñas y fumar un cigarro tras otro. En ese momento, el reloj de la Catedral hizo sonar doce campanadas.

                        El ratón Pérez, deslizándose entre muebles accedió a la habitación de la niña. Estaba desorganizada. Los juguetes por los suelos. La ropa amontonada en el armario y de la lámpara colgaba un adorno de la anterior Navidad. Con su diligencia habitual, dejó una moneda de cien pesetas y metió el diente en el zurrón. Comprobó que el marfíl era blando y amarillo.

                        El Bendegu, a la facultad de conocer la vida de los niños, añadía la de hacer diagnósticos de su estado, examinando los dientes. Estaba claro que Leticia no se desarrollaba como debía. Las tensiones esteban alterando su maduración. No había suficiente calcio en aquel diente. Como se ofrecería al rey Elfo como tributo de presentación, nadie repararía en la escasa calidad de la pieza.                   

                        Eran poco más de las doce de la noche. Hasta el crepúsculo no tenía que presentarse en el lugar convenido para la recogida. Tenía tiempo de visitar a Octavio. Decidió descansar un rato entre los juguetes. Se recostó en una bañerita de muñecas atestada de trapos. En estado de vigilia vio como la mujer traía a la niña hasta la cama, apagando la luz y marcándose después. Selevernanddo se levantó de su improvisada cama con intención de marcharse. Miró de nuevo el diente. Contempló el angelical rostro de Leti... La niña no pasaba unos segundos en la misma posición. Se contorsionaba, se destapaba. Hablaba entre sueños.... Quedó dubitativo. Decidió acercarse al oído de la niña. Casi nunca había hecho alguno parecido. Era su último día y se permitió la licencia. Le susurró una vieja canción de cuna que una vez le enseñó una Ondina de Río Sabio, un afluente del Guadalquivir. Decía así:

                                   Enséñame infancia el arte de jugar

                                   y creer en las cosas más bellas.

                                   Enséñame corazón el arte de soñar

                                   y apártame de las heridas.

                                   Velad padres por mi sonrisa

                                   que la quiero conservar.

                                   Me dijo un duende muy pequeño

                                   que el tiempo es un tirano

                                   y me la querrá robar.

                        Leticia aplacó su azogue y abrió lentamente los ojos. El ratoncito Pérez estaba allí, mirándola con cuanta ternura era capaz. La niña lo vio y sonrió con candor.

                        -¿Tú eres el ratoncito Pérez?

                        -Prefiero que me llames duendecillo.

                        -¿Me has dejado dinero bajo la almohada?.

                        -¡Sí, es lo justo!

                        -¿Eras tú quien cantaba?. -Preguntó Leticia al tiempo que tomaba la moneda de debajo de la almohada.

                        -¡Sí!. Ahora debes dormir. Mañana creerás que mi visión ha sido un sueño. Cuando pase el tiempo por tí y se haga duro el día, afloraré en tu pensamiento. Hablarás de mi a los niños y el corazón y la ilusión les hará sentir que pueden ser verdad los cuentos.

                        Leticia quedó profundamente dormida. En su mano sujetaba la moneda. La quietud se adueñó del momento. El duende abandonó la casa. Repitió su gesto ritual de mirar al cielo. Una estrella fugaz iluminó el firmamento. La luna nueva dejó intuir su circunferencia anaranjada por entre la estela del cometa. En la tierra, las sombras mudas de los edificios, palidecían ante la belleza del cielo. Un pequeño jaramago, pugnaba por salir en una grieta del asfalto. El reloj de la Catedral dió una campanada... Todo estaba en silencio.


                        El tercer niño al que el ratoncito Pérez tenía que visitar era Octavio. Vivía en un pueblo no lejos de la Capital. Se trataba de una localidad agrícola. Casi todos sus habitantes se movían en torno al cultivo del olivo. El duende llegó al pueblo a primeras horas de la madrugada. la quietud era absoluta. Apenas una cuántas farolas iluminaban las calles. Los corrales, las callejas sin salida y las plazuelas permanecían en completa oscuridad. Se oía a un perro ladrar en la lejanía...

                        Octavio era un niño de seis años muy integrado en la vida familiar de su entorno. Era el menor de cuatro hermanos. Tenía un fuerte sentimiento ecológico, pese a su temprana edad. Amaba andar por el campo con su padre. Conocía muchos secretos de la naturaleza. Era capaz de distinguir unos árboles de otros. Procuraba no hacer daño a su alrededor. Sin embargo, no conocía al ratoncito Pérez. Sus tres hermanos mayores no pusieron el diente bajo la almohada y el Bendegu no los visitó.

                        Aquellos que niegan la existencia del duende tajantemente y no prueban a dejar su primer diente en la cama, no son acreedores de su visita. Esta negación de fe, suele arrancar de varias generaciones atrás y al no transmitirse la tradición de padres a hijos, acaba por quedar en el olvido o convertida en bulo. Alberto, el tercero de los hermanos,. oyó en el colegio hablar del ratoncito Pérez y cuándo fue ilusionado a contárselo a sus padres, le dijeron que todo era una fábula carente de sentido.

                        La historia se quiebra cuando un duende recibe instrucciones de hacer la permuta con un niño y cambiarle su diente por dinero. es una maniobra que a veces concluye en fracaso. Si el niño no le presta atención al diente y lo pierde, o reniega en su interior de la belleza de las obras dévicas, acaba por perderse la oportunidad de albergar para siempre en el corazón el estigma inmaculado de la infancia.

                        Octavio era afortunado. Sus nobles sentimientos y la disposición a encariñarse con los seres bondadosos, lo habían elegido para ser testigo del último trabajo del Bendegu. También sería el reinstaurador de la tradición en su familia.

                        El ratoncito Pérez entró en la casa de Octavio por el corral. Las gallinas, que tienen un sentido especial para detectar fenómenos anormales, se sintieron inquietas. Un cierto descontrol reinó en el pajar. después volvió el silencio. Un silencio sepulcral, como sólo se puede oír en los pueblos del Sur. El duende comprobó que Octavio compartía habitación con Alberto. Haciendo uso de su instituto, se cercioró de que el diente aún estaba adherido a la encía. Comenzaba una tarea delicada; arrancarlo sin que el niño de despertara. Venía preparado para ello. Sacó de su cinto carcomido una tira de cuero muy fina y larga. Subió después a la cama del crío. Enlazó el diente con el cordel y se colocó en su pecho. Octavio dormía boca arriba. Tiró hacia la izquierda, después a la derecha. Notó que el diente se iba separando de la encía. El niño, entre sueños, empezó a protestar. El Bendegu detuvo el trabajo. Cuando volvió a tranquilizarse, reanudó los tironcitos. Por fin notó el diente en la punta del cordel. Con el otro extremo hizo cosquillas en la nariz del niño. Abrió la boca y arrugó la nariz. El diente salió hasta la barbilla, para después caer por el cuello.

                        Había invertido bastante tiempo en la operación. Con celeridad introdujo la moneda bajo la almohada. (La última moneda). Los sueños de las noches siguientes, los ocuparía otro Bendegu, al que, mientras la costumbre oral no cambiase, seguirían llamando: ratoncito Pérez.

                        El duende, abandonó el dormitorio. Para evitar pasar por el corral, pretendió salir por la buhardilla. Cuando entró en ella, perdió parte de su sentido de la orientación. Esa atrofia sensorial era el signo evidente del epílogo de un ciclo. Intentó sin fortuna, traspasar los gruesos muros de la casa. Buscó entonces la claraboya, para dejarse caer por ella hasta la calle. El polvo y los muebles viejos amontonados, habían tapado la abertura. Andando entre un sinfín de objetos viejos y oxidados, notó bajo sus piececillos el inconfundible tacto del pelo duro de un animal. ¡Quedó sorprendido!. La cabeza disecada de un ciervo, yacía en el suelo toscamente envuelta en periódicos. Los ojos de cristal miraban inermes al infinito. Su cornamenta, con quince puntas, estaba enredada con trapos viejos a modo de perchero. El cuello, comido en parte por las ratas, dejaba entrever un amasijo de serrín y algodón amarillento. El duende, sintió un impulso de acariciar aquel busto. A medida que lo tocaba iba experimentando una melancólica sensación. Su piel se erizaba y sentía frío en su arrugado cogote. Subió al hocico. Se recostó en la pétrea nariz y abrazó con fuerza aquel cuero seco y sin vida. De repente, se irguió sobre sus dos patas y apoyado en el rabo, hinchó el pulmón de aire, para lanzar al viento un atronador y bronco bufido...               

                        Nunca antes hizo con su garganta un ruido similar. Quedó aturdido y asustado. Unas palomas que dormían en la buhardilla, aletearon frenéticas por la estancia. El ratoncito, oyó proviniente de la casa, la voz de un hombre que no paraba de gritar: "¡Tranquilos, tranquilos, que ya subo a ver qué ha sido eso!".

                        De inmediato se abrió la trampilla del abuhardillado. Entró el padre de Octavio con una escopeta de caza en las manos. Damián, el hijo mayor, le alumbraba con un candil. El ratoncito Pérez, comprobó aterrado que ya no podía convertirse en un ser invisible a voluntad. Su organismo estaba mutando. ¡Se había materializado!. La hora de la conjunción estaba muy próxima y debía salir con su cuerpo visible sin ser advertido. Nuevas sensaciones invadían su mente primitiva.                        

                        Escondido tras unos trapos, temblaba sin cesar. La luz del candil alumbró hacia él. Hizo ruido al moverse. Damián gritó: "¡Padre, es una rata, mátala, mátala!". El padre miró por entre la luz penumbrosa. Dudó disparar sobre las sombras. Vio por fin con nitidez un bulto que se movía debajo de unas telas viejas. El ratoncito presa del pánico, cerró los ojos y permaneció inmóvil. El hombre, acercó la escopeta y puso el dedo en el gatillo apuntando hacia donde estaba el duende. ¡No podía fallar!

                        En ese instante, se oyó un grito que vino de la planta inferior: "Padre, madre, venid corriendo, por favor!". Exclamó Octavio. El padre giró la cabeza y Damián varió la dirección del candil. El ratoncito Pérez, continuaba inmóvil, petrificado por el miedo. El hombre dudó unos segundos. Dio una palmotada de desaprobación en su pierna y bajó por la trampilla. El duende, serpenteó por entre los muebles hasta encontrar la claraboya y      salió al instante de la casa. Corrió con todas sus fuerzas hacia el punto de encuentro.

                        Entre tanto el padre de Octavio y Damián llegaron precipitadamente a su habitación. La madre y los otros dos hermanos aguardaban ya una explicación a tanto alboroto. Octavio había encontrado una moneda bajo la almohada y alguien le había quitado el diente mientras dormía. Al oírlo, Alberto empezó a llorar desconsolado. "¡Cipotes, agilipollados, me dijisteis que el ratón Pérez no existía!. ¡Sois unos mentirosos de mierda!".                             

                        Los padres no tenían capacidad de reacción. Se miraron perplejos y se encogieron de hombros. Para Octavio era el mejor día de su vida.

                        El Bendegu dejó atrás el pueblo. Su carrera era vertiginosa. Comprendió que las mutaciones que le afectaban, esteban relacionadas con el final de una etapa. La metamorfosis avanzaba y debía hacer un esfuerzo ímprobo por no alterar ni retardar las leyes naturales.

                        La noche cerrada, empezaba a ceder. En el horizonte despejado se vislumbraban las nítidas tonalidades amatistas, voceras del crepúsculo venidero. Las estrellas apenas refulgían y el astro de la albura parpadeaba rítmicamente. Los pájaros habían comenzado un débil canto matutino y las choperas y olivares bullían por el parloteo incesante de los gorriones. En los cables de teléfono, los chamarices gorgojeaban en medio de llamativos ademanes nupciales.

                        El duende detuvo su marcha. Había encontrando la señal convenida: Tres grandes cipreses formando un triángulo a la caída de una loma preñada de yedra. Secó el sudor de la frente. Para resguardarse, se ocultó entre el manto de yedra. El amanecer era inminente...

                        El sol comenzaba a salir por entre las montañas de Sierra Mágina. Sus tonos azafranados inundaron todo el valle. La luz se filtraba por los cipreses, convergiendo en el centro del triángulo, formando en el suelo una bruma irisácea que ascendía con lentitud. Pérez entendió que debía estar entre aquel halo de neblina mágica. Su instinto le situó en el punto exacto de conjunción. La Bruma fue elevándose pausadamente. Pérez desapareció con ella.

                        La tierra quedaba atrás con sus baile inagotable de sentimientos encontrados. 

                        El duende se vio entonces ante un gran lago, rodeado de sauces de un color azulado. Hacia él venía una barca. Sobre ella, una evocadora ninfa de los pantanos. Su aspecto era inmaculado, su pelo, suave y largo como vírgula de agua. Le invitó a subir y con ella cruzó el pago escoltados por nueve tritones alados.

                        En la otra orilla esperaba el rey Elfo. Su séquito lo componían tres parejas de faunos y doce patriarcas de entes dévicas superiores.

                        Pérez, enseñó al rey los dientes que portaba como tributo. El rey los aceptó complacido. Miró a su séquito... Todos movieron la cabeza en sentido afirmativo. En ese instante, se consumó la metamorfosis: Pérez se transformó en un esbelto ciervo. Momentos después un rebaño de animales eternos lo incorporó a su manada. El ciervo pastaría por siempre en los prados siderales del Gran Jardín Celestial.

FIN.              

                                                                            Juan Carlos García-Ojeda Lombardo.


                                                                                                                                            

 



[i]           De don Francisco Javier de Palacio y García de Velasco. I Conde de las Almenas (concesión: 14-11-1866). *Jaén, 20-2-1840 +Madrid, 13-4-1902. Hijo de don José María de Palacio y Benito de Cárdenas (Tesorero de Rentas de Jaén (1840), Caballero Gran Cruz de Isabel la Católica, del Hábito de Santiago, su retrato al óleo obra de Rodrigo L. de Lorea lo podemos contemplar en el holl de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Jaén) y de doña María de las Mercedes García de Velasco y Ortiz de Artacho. Licenciado en Derecho Civil y Canónico por la Universidad de Sevilla (1-9-1864). Incorporado al Ilustre Colegio de Abogados de Jaén (29-8-1866). Suscritor mensual para aliviar las necesidades de Su Santidad (1866). Notable escritor, reconocido poeta, periodista, político conservador canovista, defensor a ultranza de la Restauración en Jaén, y propietario agrícola (de ésto último, de los preocupados por conseguir el mejor rendimiento de sus fincas; en la llamada "Canto del Pico", sita en Torrelodones (Madrid), murió repentinamente don Antonio Maura Montaner, Presidente del Gobierno, mientras meditaba, junto con sus más intimos, como hacer frente a los graves problemas políticos que azotaba a España (13-12-1925). Como escritor destacamos sus obras: La política de la Regencia, Veinte años en el poder, Los grandes caracteres políticos contemporáneos (dos tomos), Disraeli, Andrassy, Bismarch y Thiers, La leyenda de Lacer y la Municipalidad de Madrid. Como experto en temas agrícolas, publicó La filoxera y El guano. Como poeta tuvo una destacada participación en el Romancero de Jaén, en el que aportó el romance "La Casa de los Rincones (7-10-1862). En su vertiente periodista: Fundó y dirigió el periódico literario El Mosaico (1858) y la Gaceta Agrícola; más tarde, financió otros de talante conservadurista, citando como principal el Industrial (1876; en el extraordinario de éste periódico publicó un artículo titulado: "La herencia del poeta" (1894). Desde 1860 a 1866 colaboró brillantemente en los periódicos La América, El Mundo Pintoresco (1859), La Ilustración Española y Americana y en la revista El año 61, con el seudónimo de Almaviva; después de casado, lo cambió por el título nobiliario que ostentaba: el Conde de las Almenas; escribió también en Gente Vieja. Ecos del siglo pasado. De él nos dirá Valero de Tornos: "Allá por el año de 1861, en una modesta imprenta de la calle de los Reyes, nos reunimos varios, entonces jóvenes, para fundar un periodiquito, que se titulaba así: El año 61. Biblioteca de Revista. Era algo como una de la Revista de revistas, y allí comenzamos a escribir, Pepe Cavanilles, Bicnete Lahoz, Ramón Chico de Guzmán, Esteban Pinél, Luis Acebo, el marqués de Sardoal, y algún otro, entre ellos el conde de las Almenas que entonces se llamaba Xavier del Palacio"; y continúa: "...el conde de las Almenas deja también un gran vacío en la política y en la literatura" (30-4-1902). En su faceta política: intimo del conde de Toreno, y leal a Cánovas del Castillo. Director de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Jaén (1860-1865). Comisario Regio de Agricultura de la provincia de Almería (1867). Cánovas del Castillo lo puso al frente del Gobierno Civil de Jaén (sustituyendo a don Antonio de Ron (31-12-1874, y sustituido por don Antonio Romero de Toro), para contrarrestar el dominio que ejercía sobre nuestra Provincia el general Serrano (8-1-1875, 1876 y 1884), renunciando expresamente al suelo. Rubén Darío dijo de él: "...el borrascoso Conde de las Almenas que al abrirse las Cortes ha vuelto a ser la voz que clama después del desastre, el hombre que dice a los generales verdades corrosivas y heridoras...". Diputado a Cortes por los distritos de Alcázar de San Juan (Ciudad Real), 1876 y 1884); elegido por la circunscripción de Jaén en los comicios de 1891, en los que consiguió 9.027 votos; nos sorprende que Caballero Venzalá afirme en su Romancero de Jaén: "...Diputado a Cortes por La Carolina y Baeza", cuando quienes resultaron elegidos en este feudo liberal fueron el marido de su hermana doña Pilar, don Luis Carlos Tirado Ricé, y por Baeza, don Gonzalo Figueroa y Torres, Conde de Mejorada del Campo, respectivamente. Senador por Ciudad Real (1880) y Vitalicio (1891). Consejero de Agricultura. Uno de los firmantes de la Contestación de la Excma. Diputación Provincial y del Excmo. Ayuntamiento de Jaén, a las invitaciones que por la comisión de diputados y concejales de Granada y el Ayuntamiento de Almería, se hicieron a dichas Corporaciones, para su cooperación al establecimiento de una vía férrea que enlace a las tres provincias entresí y con el Mediterráneo (24-7-1867). Como propietario agrícola: en la Feria Internacional de Viena consiguió la Medalla de Mérito por la aportación de cebada negra y aceite natural (1873); igual premio obtuvo en la Feria Internacional de Filadelfia, por sus seis botellas de vino blanco natural y seis botellas de aceite de oliva natural (1876), y en la Exposición Provincial de Jaén, entregó a la Real Sociedad Económica de Amigos del País, 500 reales para crear un premio destinado al niño más pobre de las escuelas de Jaén, que se presentase exhibiendo tener la mejor hoja de estudios, recayendo el meritado premio en el niño, Miguel Moya Ruiz, alumno del maestro don Juan Manuel Sánchez (1878); formó parte del jurado en la Exposición Provincial de Ganadería de Jaén (San Lucas, 1891). Nombrado del Hábito de Santiago, Comendador de número de la Orden de Isabel la Católica y de la de Carlos III, Caballero Profeso de la Orden Militar de Santiago (1860), Maestrante de Ronda 1863), Caballero de San Juan de Jerusalén (Malta) y Gentilhombre de Cámara de S. M., siendo nombrado Mayordomo de Semana (5-1899). Casado con doña Dolores de Abarzuza y Soris Imbrescht de Saavedra, Dama de la Orden de María Luisa (Londres 1860). Con domicilio en Jaén, C/, Ancha nº 4, y en Madrid, Marqués de Riscal nº 12. ARCHIVO DE LA DIPUTACIÓN DE JAÉN.: Libro de Actas de l873-1875. ARCHIVO HISTÓRICO DIOCESANO DE LA CATEDRAL DE JAÉN.: Libro de Matrimonios de San Ildefonso nº 30, folio 73 vot y ss. y de Bautismos, nº 52, folio 253 y Boletín Oficial Eclesiástico del Obispado de Jaén, Jaén, imprenta de Narciso de Guindos, 1869, pág, 149. ARCHIVO DEL ILUSTRE COLEGIO DE ABOGADOS DE JAÉN.: Listas, 1868 y Libro-Registro nº 2 (1857-1889) y Expediente personal. 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