1.8.  Rogativas y conjuros.

            Pocos medios, más allá de las lumbres, braseros y los pardos capotes, existían para paliar atenuar los efectos de la climatología más inclemente. La ausencia de predicciones meteorológicas, limitadas a las poco fiables cabañuelas, contribuía a que fríos, temporales y sequías sorprendiesen a los giennenses del pasado sin más defensa que la plegaria. El invierno se contemplaba con una enorme inseguridad, las posibilidades de una sequía eran evidentemente mucho más preocupantes.

            La explicación de las adversidades de tipo natural tenía, para los giennenses de siglos pasados, una clave religiosa, inscrita en una concepción sacralizada del mundo. Cada temporal, sequía o terremoto se debía a un castigo divino, destinado a una sociedad inevitablemente pecadora. Actitud muy arraigada, de orígenes muy antiguos, pero que contó con cierta difusión en España en los siglos estudiados.

            Es evidente que para atenuar los devastadores efectos de estos desastres no existía remedio más eficaz que la oración y la penitencia. La plegaria que impetraba  y la expiación de los males de una comunidad pecadora. Cada persona, comunidad o ciudad contaba con unos mediadores, con una auténtica función de patronazgo, formalizada frecuentemente a través de un voto[1]. En cierto modo los usos y formas de vida derivadas de una sociedad basada, en gran medida, en el patronazgo y los vínculos personales se trasladaba al plano religioso.

            En Jaén las rogativas eran dirigidas fundamentalmente a Nuestro Padre Jesús o al patronazgo de la Virgen de la Capilla, una tradición que se mantiene hasta fechas muy recientes. También se realizan rogativas a san Blas contra temporales y lluvia, en 1785. [2]

            En 1708 se decide la celebración de rogativas "públicas y secretas" para suplicar a Dios

 

                        "que usando de su ynfinita misericordia aplaque su yra suspendiendo la gran continuación de llubias, uracanes y desolación que causas"[3].

 

            En ocasiones la acción de fuerzas demoniacas eran las inspiradoras de tales sucesos climatológicos. Así, con motivo de los temporales de 1626, en Sevilla se conjuró el aire en distintas ocasiones. [4]

 

            A veces el remedio era el recurso a las prácticas mágicas. En Siles y otros pueblos cercanos, todos ellos de la Sierra de Segura, ante las tormentas se procedía a colocar un hacha con el filo hacía arriba, o lanzar puñados de sal, también colocar en determinados lugares del hogar, las tenazas abiertas en forma de cruz.[5]

            También tenemos noticia, aunque procedente de tierras de Córdoba, de la práctica de conjurar el fuego, como nos narra D. Jerónimo de Barrionuevo:

            “Levantóse en el Albaida, distrito de Córdoba, que es de un tal Ozes, un gran fuego, oyéndose aullidos infernales, que lo abrasó todo. Conjuráronle y cesó luego”.[6]


[1] Sobre los votos: Christian, Jr. W. Religiosidad local en la España de Felipe II, Madrid, 1991, sobre todo el capítulo 2.

     [2] A. M. J. Act. 1785. Cab. 9-7.

     [3] A. M. J. Act. 1708. Cab. 10-3.

     [4] Memorias... págs. 52-53.

     [5]López Fernandez, M. en AEl Guadalquivir:Un río de leyendas” y José Luis Garrido, en AApuntes para la etnografía de la Sierra de Segura”, también recogen estas creencias, ver sus respectivos artículos en El Toro de Caña. Revista de Cultura Tradicional de la Provincia de Jaén, Núm.2, págs.525 y 553-554.

[6] Barrionuevo, Op., Cit., I, pág. 236.

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