2. La imagen de la muerte.

 

            No debemos olvidar que hablamos de una sociedad iletrada. A finales del siglo XIX, Jaén contaba con la tasa de analfabetismo más alta de España, más del 76 % de su población.. Este hecho no significaba que las gentes del pasado no fuesen capaces de descifrar fuentes y símbolos de una complejidad evidente, de mensajes que para nosotros son oscuras o claramente ininteligibles, y La imagen y la idea de la muerte se transmitían a través de dos medios: la palabra y la imagen.

            La palabra se difundía a través de los libros. Es cierto que el alto grado de analfabetismo, y el alto precio de los libros, impedía la difusión de la literatura de carácter edificante. Sin embargo llegaba a los estratos más cultos, y en muchos casos más preocupados por las sutilezas religiosas. Un clérigo giennense del reinado de Carlos II, hombre además de formación jurídica, contaba en su biblioteca con libros, como El tratado de la Oración, del antes citado fray Luís de Granada de las obras de Juan de Ávila, y un libro de Poza que tenía el significativo título Del bien morir.[1] Escritos como El discurso de la verdad de don Miguel de Mañara y Vicentelo de Leca debieron de ser muy populares en los siglos XVII y XVIII , de esta obra escogeremos algunas citas :

 

             “Si tuviéramos delante la verdad, esta es, no hay otra, la mortaja que hemos de llevar, viéndola por lo menos todos los días, por lo menos con la consideración de que has de ser cubierto tierra y pisado de todos, con facilidad olvidarías las honras y estados de este siglo; y si consideras viles los gusanos que han de comer ese cuerpo, y cuan feo y abominable ha de estar en la sepultura, y como esos ojos que están leyendo estas letras han de ser comidos de la tierra y esas manos han de ser comidas y secas, y las sedas y galas que hoy tuviste se convertirán en una mortaja podrida, los ámbares en hedor, tu hermosura y gentileza en gusanos, tu familia y grandeza en la mayor soledad que es imaginable”.

           

            El lector, o el oyente de tales ideas necesariamente debía quedar aterrorizado. Más aún quizás cuando aconseja Mañara, entrar en un enterramiento, “una bóveda” como las citadas tantas veces en nuestros archivos: “No se oye ruido; sólo el roer de las carcomas y gusanos tan solamente se percibe” y tras preguntar el autor donde están la mitra y la corona, los pajes y lacayos, el esplendor del pasado, advierte al lector que pasará por tal trago “y toda tu compostura ha de ser deshecha en huesos áridos, horribles y espantosos”.[2]

           

            No se ha de pensar que esta visión de la muerte, la percepción de su dimensión más macabra, se limitaba a las clases más populares, ya que sabemos que algunos reyes de la Casa de Austria, concretamente Felipe IV y Carlos II, solían ir al pudridero, en El Escorial, donde hacían abrir los féretros de reyes y miembros de la familia real difuntos, y contemplar sus cadáveres, como bien nos cuenta el duque de Maura.[3]

 

            Para la mayoría de la sociedad, las creencias religiosas, y por tanto la preocupación por la muerte, venían guiadas por la fuerza de la palabra, desde el púlpito y el confesionario. Los predicadores adquieren una gran presencia en la España de los siglos XVI al XVIII, como más adelante tendremos ocasión de ver. También la imagen mueve voluntades. El arte será un sólido y fiable aliado en la difusión de cierta manera de entender la muerte.

 

             Si cada santo presenta su iconografía, objetos y atributos que les hace identificables la muerte también posee sus rasgos característicos. Recurriremos a algunas muestras muy fáciles de encontrar e identificar actualmente en Jaén.

 

            El retablo de las Ánimas del Purgatorio, existente en la Iglesia de San Ildefonso de Jaén, obra del siglo XVIII atribuida por Ortega y Sagrista a Francisco Calvo, presenta una rica iconografía de la muerte. No es extraño dada la temática o argumento de la obra. Encontramos dos esqueletos, uno con la guadaña, otro con el reloj de arena.[4] La muerte que siega la vida y que anuncia con las clepsidras el paso inapelable del tiempo. También dos cráneos, uno con una mitra papal, otro con una corona. La muerte igualadora, visión de las danzas de la muerte medievales, continuada y muy del gusto del barroco, e incluso de épocas más tardías. Dicho retablo presenta otra visión del siglo de las Luces. Aquí los abates escépticos y sensualistas han sido barridos por un sentido de la muerte y la caducidad de las cosas que podrían haber hecho suyo las gentes del siglo XV.

            Otra manifestación de la muerte la encontramos en las tibias y calaveras de las tumbas de los obispos en la Catedral de Jaén. Es la muerte como presencia inapelable y familiar. También la puerta del osario de la iglesia parroquial de San Miguel en Vilches, estaba coronada por una calavera y unas tibias, para recordar a aquel vecindario de la España rural que nadie estaba libre de la desnarigada.

 

            Una alegoría de la muerte, y la resurrección, con evidentes antecedentes medievales, que se debe interpretar en el contexto de la Pasión, la encontramos en la urna que contiene a Cristo yacente, en la Iglesia de San Juan, en Jaén, perteneciente a la Cofradía del Santo Sepulcro. Aquí aparece el sol, casi velado, oculto por las nubes.[5]

 

            Las criaturas de la noche se relacionan asimismo con la muerte, también con el mal. Fueron muy del gusto de los artistas románticos, concretamente del alemán C.D. Friedrich o el británico Füssli. El aspecto que se da a tales animales es lo suficientemente significativo. En el ya citado retablo de las Ánimas San Ildefonso, en la parte inferior, dentro de el infierno, y como testigos de los pavorosos sufrimientos de los condenados, aparecen un murciélago y un búho, o una lechuza, verdaderos exponentes del espanto. [6]   

            ¿Tenían fuerza estas imágenes y símbolos sobre los giennenses de siglos pasados?. Indudablemente, y con tal fin se realizaban. Había que conmover, asustar e impresionar, y creemos que lo conseguían. Todavía hoy pueden hacerlo. Es un mundo muy familiarizado con la muerte, pero muy consciente de lo que suponía ese paso, y consciente de la necesidad de someterse a un juicio al que nadie podía escapar. Imaginemos la actitud del labrador de Vilches al contemplar el cuadro de las Animas que se conserva en la iglesia de San Miguel; o la reacción del menestral de la colación de San Andrés ante la pintura que con el mismo argumento se conserva en una de las capillas de dicha iglesia. Las reflexiones sobre la vida pasada y el temor explican la naturaleza de los testamentos.


[1] A.H.P.J. Leg. 1709. Fol. 64. 1674. Los títulos que se citan aparecen así en el inventario.

[2] Mañara y Vicentelo de Leca, M. de Discurso de la Verdad. Sevilla, 1961, págs. 13 y 14.

[3]Maura, duque de,Vida y reinado de Carlos II, Madrid, 1990, pág.601.

[4] Sobre la introducción del esqueleto en el arte barroco: Maravall, J.M., La cultura del Barroco. Barcelona, 1983, pág. 341.

[5] “El sol saliendo de una nube “ era el símbolo de Ricardo II de Inglaterra, y aparecía en el estandarte del Príncipe Negro. Vid. Kantorowicz, E.H. Los dos cuerpos del Rey. Un estudio de teología política medieval. Madrid, 1985, pág. 43 y 44.

[6]  Según Juan- Eduardo Cirlot, la lechuza  representa en el sistema jeroglífico egipcio  la noche, la muerte, el frío y la pasividad., “También concierne al reino del sol  muerto, es decir, del sol bajo el horizonte,cuando atraviesa el lago o el mar de las tinieblas” Vid. Diccionario de símbolos.  Barcelona, 1985, pág. 270.

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