2. La presencia de la langosta.

Si pudiésemos confeccionar un bestiario, en el que constasen las criaturas que han representado una amenaza para nuestros antepasados, la langosta estaría dentro de éste. La tradición judeocristiana recoge la presencia de la langosta entre los seres que anuncian el castigo y la catástrofe; también la tradición china, de manera que si el hombre no actúa rectamente, se produce una discordancia entre éste y el Universo y

 

“cae en el vacío y en la miseria pues todo es ríos se desbordan, viene la langosta, el grano se hiela o las espigas no maduran, el enemigo ataca, los bandidos roban, el desorden reina en todas partes.”([1])

 

No hubo, afortunadamente, muchas plagas de langosta en Jaén. Al menos no tantas como sequías o temporales. Cualquier persona contaba en su haber con el recuerdo de una espantosa tormenta, de un vendaval que arrancaba árboles y destruía edificios, también con el de heladas y sequías, pero no era tan frecuente haber sido testigo de una plaga. Hubo una, por ejemplo, en 1632 y ya no se produjo ninguna más hasta 1670. Casi cuarenta años más tarde, más de dos generaciones en el sentido orteguiano. Otro ejemplo más lo tenemos en el casi medio siglo de distancia existente entre la plaga de 1708 y la de 1756. Los giennenses del pasado indudablemente sabían que habían existido plagas antes, no sólo tenían noticias de ellas clérigos y prebendados por los mismos archivos que nosotros hemos consultado que se habían producido, sino que las conocían a través de testimonios orales de los más viejos, en una época en la que la memoria tenía una fundamental importancia. Pero ocurría un hecho: nunca las habían visto. La inexistencia de la fotografía o el cine relegaban el conocimiento de tales anomalías a la descripción más o menos fiel, o a la elaboración del relato no siempre exacto de la propia experiencia, en los más viejos, y a las ya citadas y normalmente breves referencias de los archivos. La plaga de langosta se presentaba, por tanto, como algo conocido por la historia y el recuerdo local pero como una pavorosa novedad en cuanto a la percepción directa. Un fenómeno que tenía mucho de desconocido; es cierto que desde antiguo había tratados como el de Ximénez Patón, pero sí se tenía la certeza de que no había otro medio eficaz que el recurso a la ayuda de Dios, la Virgen y los santos.

Los primeros testigos de la plaga era la propia gente del campo: labradores, pastores y zagales. A veces los arrieros y caminantes. La plaga venía desde otros puntos, y las noticias corrían también en aquella época sin periódicos ni medios de comunicación de masas, pero poseedora de una vigorosa cultura oral, con la fuerza que la palabra tiene en comunidades relativamente cerradas y no letradas. Los rumores muchas veces incidían en aumentar el miedo. También los dos cabildos recibían cartas y notificaciones que informaban de la inminencia de la plaga.

La noticia de la existencia de tal plaga llevaba a una vigilancia como si en tiempo de la frontera se viviese. El Cabildo Municipal impartía las primeras órdenes, las primeras instrucciones, los caballeros veinticuatro hablaban con sus arrendatarios, con labradores octogenarios, y rebañaban en el recuerdo para saber cómo vino aquella plaga de hacía décadas, qué se hizo, cómo se organizaron trabajos y prevenciones. El Concejo enviaba con discreción a caballeros jurados a inspeccionar los campos afectados, como en 1598 y 1605.([1]) En otras ocasiones de manera más clara se mandaba a los agricultores que informasen al Cabildo Municipal de la evolución de la plaga, en un plazo determinado y bajo ciertas sanciones, como ocurrió en 1670([1]).

Había algunos tratados que trataban de la naturaleza, evolución y los remedios de la langosta, como el de Ximénez Patón. La información sobre ésta debió aumentar en el siglo XVIII, con el evidente avance científico, y el creciente interés por la agricultura y las ciencias naturales. Esta impresión se obtiene de la lectura de un bando del corregidor de Jaén, en junio de 1756, en el que se desprende además una visión determinada de la naturaleza, y en el que ordenó que los labradores, ganaderos, hortelanos y viñadores observasen directamente o a través de sus trabajadores los

 

“buelos, rebuelos... y pasadas que hace la langosta... y la concurrencia de abes, grajos, tordos a tiempo de ymbierno en algunos sitios y especialmente en las dehesas, montes tierras inculttas, duras, ásperas y en las laderas que miran al oriente para saber en donde oba y desoba”.([1])

 

La observación directa en plagas anteriores aportaba algunas observaciones, así en 1723 el Concejo de Porcuna afirmaba que

  

“siendo lo natural que la langosta assí por mediar el río Guadalquivir es donde al tomar el bado se avía de aogar, como por su curso se dirije según la experienzia nuestra al oriente.”([1])



[1] Mousnier, R. Furores campesinos. Madrid, 1989, pág. 210.

[2] López Cordero, J.A. y Aponte Marín, A., pág. 88.

[3] Ibídem p. 89.

[4] Ibídem.

[5] A.M.J. Leg. 152.

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