3.
El ritual de la muerte.
Todo ha de estar sujeto a unas reglas. Nada fuera de lo que debe ser,
ningún espacio para la improvisación. El hombre del Antiguo Régimen es de
comportamiento conservador y con un fuerte sentido de la teatralidad, o de la
imagen como diríamos ahora. Las cosas tienen que ser como toda la vida han sido
y como corresponde a cada cual, según su rango, su vecindad o su naturaleza.
También a la hora de la muerte las diferencias, las jerarquías y las
vinculaciones que a lo largo de la vida han formado parte de la propia persona
han de tenerse en cuenta y manifestarse.
La aspiración de la buena muerte, del bien morir, era general para todos
los católicos. La amplia relación de libros dedicados a este tema lo
demuestran. La buena muerte debía ir precedida por el hecho de “ponerse en
paz con Dios” mediante los sacramentos. El miedo a una muerte repentina se debía
a la posibilidad de no estar debidamente confesado. Cuando los médicos llegaban
a la conclusión de que los remedios humanos nada podían hacer, le advertían
al enfermo de la necesidad de prepararse para morir. Con una sencilla belleza
describe, al respecto, fray Luis de Granada este momento en la vida de Juan de
Ávila :
“ y llegándose el médico al enfermo le dijo : Señor, agora es
tiempo en que los amigos han de decir las verdades : vuesa merced se está
muriendo ; haga lo que es menester para la partida.”
Y Juan de Ávila, que había
conocido tierras giennenses, manifestó su deseo de confesar, y manifestó su
deseo de “tener un poco de más tiempo para aparejarme mejor para la
partida”.[1]
Las Constituciones Sinodales de 1624 indicaban que los médicos no podían
visitar a los enfermos más de dos veces si éstos no habían confesado.[2]
Los testamentos nos aportan la principal y más vasta información para
comprender este mundo ya perdido[3].
El esquema no cambió en lo fundamental durante siglos. [4]El testador iniciaba el documento con una profesión
de fe y declaraba su pertenencia a la Iglesia Católica. Al igual que existían
patronos y patriarcas, en aquella sociedad jerarquizada y comunitaria,
determinadas advocaciones marianas y los santos actuaban de protectores hacia
sus fieles. Las misas encargadas dan fe de este hecho. Citaremos algunos
ejemplos al respecto. Ana Díaz, enterrada en la iglesia de San Miguel de
Vilches en 1689, encargó en su testamento: cincuenta misas en el convento de La
Peñuela, y otras tantas en la Santísima Trinidad de Baeza. Además de algunas
más dedicadas a Nuestra Señora del Castillo, san Blas, san Francisco de Paula,
Ánimas del Purgatorio y otros santos de su devoción.[5]
También fue enterrado en Vilches, en 1693, Francisco Bueno. Expuso en su
testamento la voluntad de que se oficiasen “todas las misas de ánimas que se
puedan decir” y ordenó expresamente que se ofreciesen: 200 misas en la
parroquia de San Miguel, 800 en los conventos de Santo Domingo, San Francisco,
Nuestra Señora del Carmen y la Trinidad de Baeza, cuatro misas a la Virgen del
Castillo, en Vilches, cuatro a la Inmaculada Concepción, cuatro a la Virgen del
Rosario, cuatro a la Virgen de la Cabeza, cuatro a la Virgen de Montserrat,
cuatro a la Virgen del Carmen, cuatro a Nuestra Señora del Roble, dos misas a
san Francisco, dos misas a san Miguel, dos a san Antonio Abad, dos a san
Cayetano, diez a las Ánimas del Purgatorio y 100 más “por las personas a
quien tengo alguna cosa a cargo que no tenga notizia para restituzión”. [6]
Era de suma importancia tener mediadores ante la suprema prueba del Juicio
Final.
A veces también aparece
alguna reflexión sobre la muerte que va más allá de las estereotipadas fórmulas
notariales, que reflejan de manera clara la influencia de las ideas de los
principales autores religiosos de la época, así como la fuerte raíz de la
tradición católica. La hora incierta de la muerte es uno de los más
frecuentes argumentos. En 1680 D. Bernardo de Argamasilla, ayudante del Sargento
Mayor “ en el ejército de Extremadura” declaraba ante el escribano estar
“ de partida para yr a la ciudad de Badajoz, plaça de armas de
Estremadura y serbir...de tal ayudante de sarjento mayor y por ser la bida tan
yncierta y la muerte tan cierta y porque me puede suceder en el dicho biaje...”
dispuso algunas cosas de importancia “y si muriere en Badajoz, o en el
camino, billa o lugar quiero que se me entierre como la piedad umana hordenare”[7]
Un ejemplo en el que el riesgo de la guerra se une al inherente al viaje,
lleno de incertidumbres y penalidades.
Los testamentos son asimismo el documento en el que se indican las
características que ha de tener el ritual post
mortem: por ejemplo la voluntad de ser enterrado en determinada iglesia,
normalmente la de la colación en la que se estaba avecindado, y la mortaja que
se quería vestir. En el siglo XVII consistía frecuentemente una vestidura de
lienzo, otras veces era el hábito de San Francisco, santo Domingo, el Carmen o
de los trinitarios, o la túnica de la cofradía de Nuestro Padre Jesús. Los
sacerdotes y clérigos pedían ser enterrados con las vestiduras que les eran
propias.[8]
Los caballeros con el hábito, o el manto capitular si pertenecían a una
orden de Caballería, como don Rodrigo Messía Ponce de León, caballero
de Santiago, que quería ser amortajado con el manto capitular de su orden
militar bajo el que vestiría el hábito del Carmen, una decisión similar a la
tomada don Alonso Vélez Anaya y Mendoza, bajo cuyo manto de Santiago vestiría
el hábito franciscano.[9]
Menos frecuente parece la tendencia a indicar las características del féretro :
con llave, bisagras y cajoneras, féretros forrados de estameña franciscana o
de bayeta.[10]
Un ejemplo del siglo XVII es el representado por el veinticuatro D. Sebastián
de Barrionuevo y Manjón, que en 1695 indicó que su féretro sería una caja
cerrada “con sus cerraduras y llaves y forrado en la propia estameña de dicho
ábito”. [11]
A veces encumbrados aristócratas, en los que cabe suponer un orgullo
rayano en la soberbia, dejaban escritas en sus testamentos, disposiciones en las
que buscaban humillarse, como testimonio del poderoso e igualitario hecho de la
muerte. Un caso es el del conde de Torralba, don Íñigo de Córdoba y Mendoza,
que hace especial mención de su deseo de que la iglesia donde se hicieren los
oficios religiosos a su muerte, "no se embayetase, ni se hiciese túmulo, y
que su cuerpo fuera puesto en el suelo[12]".
La piedad franciscana debió de influir en las conductas de dos
caballeros, que buscaban cierta sencillez en sus exequias: en 1666, D. Pedro de
Biedma y Pizarro, veinticuatro de Jaén, se mandó enterrar en el convento de
San Francisco, con el hábito franciscano pues “tengo propuesto ser
tercero”. Ordenó que a su entierro sólo asistiesen doce clérigos.
“y no más otro ningún acompañamiento de clérigos no frailes y si lo
contrario se hiciese impongo de pena sobre mi hacienda doscientos ducados que se
paguen al ospital de San Juan de Dios...y lleven mi cuerpo a sepultar siete
pobres mendigantes y no otras ningunas personas so la dicha pena”.[13]
Una decisión similar fue la tomada en el mismo año por D. Cristóbal de Vilches
Alférez, también terciario franciscano, que mandó ser enterrado en San Agustín,
con hábito agustino y en la capilla de las Llagas, en caja cerrada y forrada de
“estameña frailesca”, y sólo asistirían a su entierro doce clérigos, y
si no se pagarían 500 ducados sobre sus bienes.[14] Debemos indicar que las cantidades citadas eran
bastante elevadas.
No todo eran preocupaciones religiosas, también el testamento precisaba
la forma de repartir los patrimonios, de dividir la herencia, de asegurar dotes
y patronatos y, sobre todo en la nobleza y los mercaderes,los burócratas y
hacendados, preparar las debidas estrategias matrimoniales y familiares en
general, útiles para los miembros del linaje que seguirían en el mundo.
Asimismo las manifestaciones de dolor se debían reglamentar. Así se
disponía en Jaén en 1492, y en la constituciones Sinodales de Jaén de 1511 se
mandaba “que ningún clérigo in sacris o beneficiado no se messe ni llore
deshonestamente ny trayga luto por defunto salvo en cierta forma” además de
indicar “que no se hagan endechas en las obsequias de los muertos ni llorando
den gritos en las iglesias”[15]
Otras Constituciones Sinodales, las de 1624, prohibían que ninguna sepultura
estuviese alta en el suelo, sino todas llanas e iguales[16].
La impresión que se obtiene al leer estos testamentos de siglos pasados
no es fácil de expresar. Que el miedo a la muerte existía, es indudable sin
embargo, el hombre de mentalidad tradicional, demuestra en estos documentos
estar acogido e instalado en un sólido conjunto de valores y vigencias, en el
que una acendrada fe religiosa era un elemento fundamental para un mundo
debidamente ordenado. No había lugar para la incertidumbre, por tanto se sabía
que después de la vida habría un juicio, en el que el bien y el mal se pagaría
en su justa medida. Y después la gloria, el purgatorio o el infierno. [1]
Granada, fray Luis de Vida
del venerable maestro Juan de Ávila. Buenos Aires, 1953, págs. 139 y
140. Muere con un crucifijo en las manos, como era habitual en los siglos
XVI y XVII. [2]
Fernández García, J. Op. Cit., pág. 128. [3]
Un estudio de especial interés : Rodríguez de Gracia, H. :
“Hacer testamento en Jaén durante el siglo XVII” en B.I.E.G. Núm.
149., págs.73 y SS. [4]
Un testamento bajomedieval, el del rey Juan I de Castilla, lo demuestra.
Reproducido en López de Ayala, P. Crónicas. Edición. J.L. Martín. Barcelona, 1991., págs. 761 y SS. [5]
A. P.V. Defunciones 3º (1687 - 1700) Fol. 83 (V). 2-6-1689. [6]
A.P.V. Defunciones 3º (1687 - 1700). Fol. 183.
6-12-1693. [7]
A.H.P.J. Leg. 1711. Fol. 561. 1680. Era hijo de Juan de Argamasilla, vecino
de Jaén, familiar y notario del Santo Oficio.
[9]
López Molina cita varios ejemplos más en “La muerte...” [10]
Arco Moya. Op. Cit., pág. 314. Y López Molina : “La muerte...” [11]
A.H.P.J. Leg. 1805. Fol. 183. Se enterró en la Santa Capilla de San Andrés,
con e l hábito del Carmen. [12]
López Molina, M. “La muerte en la ciudad de Jaén en el Siglo XVII”
Diario Jaén, 15-11-1992. [13]
A.H.P.J. Leg. 1537. Fol. 336. 1666. [14]
A.H.P.J. Leg. 1537. Fol. 768. 1666. [15]
García Pardo, M., “Las exequias en el Obispado de Jaén”, en El
Toro de Caña, núm. 4, pág. 252.
López Molina, M. Historia de la villa de
Martos en el siglo XVI. Torredonjimeno (Jaén). 1996., págs. 456 y 457.
Torredonjimeno (Jaén). 1996., págs. 456 y 457. [16]
Fernández García. Op. Cit., pág. 133. |