5.
Predicadores, confesores y ermitaños.
La religión católica ofrece un camino para la salvación del creyente,
a través del arrepentimiento y el perdón. El sacramento de la confesión era
el medio para conseguir tal fin.
Existía la obligación de
confesar al menos una vez al año, decisión que fue adoptada por el Concilio de
Letrán IV, en 1215 [1]Un
precepto que era debidamente controlado por los párrocos que expedían para tal
fin una cédula que acreditaba el debido cumplimiento con los sacramentos. La
salvación no era sólo asunto privado, y la Iglesia debía velar, a través de
su función pastoral, para evitar que las almas se condenasen. La acción de los
obispos y visitadores solían hacer especial mención de la necesidad de que los
curas de cada parroquia cuidasen del adecuado cumplimiento de estos mandamientos
de la Iglesia, y que ellos mismos atendiesen sus obligaciones como confesores
con dedicación, como verdaderos médicos de almas.
Pero para conducir al pecador por el camino del arrepentimiento había
que mover su ánimo. Este fin era conseguido a través de la lectura, la imagen
y la palabra. En este último medio actuaban los predicadores. La predicación
fue un auténtico fenómeno social y religioso, muy extendido en los siglos más
tratados en este trabajo. Como afirma Aguilar Piñal, “El púlpito ha sido,
durante siglos la cátedra más frecuentada y más influyente en la España de
nuestros antepasados.” [2]
Había sermonarios y libros especializados para instruir a los
predicadores, para que fuesen eficaces y convincentes. Los sermones
representaron el 56,25 % de la producción editorial de Jaén en el siglo XVIII.[3]
Uno de ellos fue escrito por el clérigo de Andújar don Francisco
Terrones del Caño, que vivió entre los siglos XVI y XVII[4]. Entre los muchos y provechosos consejos que se
obtienen del libro, son especialmente interesantes los que tratan “De las
acciones del cuerpo, o gestos o meneos”, donde desaconseja al predicador que
actúe de manera vehemente y descompuesta y
“No se hagan gesticulaciones menudas... Si decimos que llegó a Cristo
un cojo a pedir salud cojeando, no ha de hacer el predicador meneos de cojo. Si
se trae una comparación de que se acuchillan, no se han de dar tajos ni
reveses, ni abroquelarse en el púlpito.”[5]
Indicaba además Terrones que era conveniente “No toser, ni escupir o
limpiar el sudor en medio del sermón” Al tiempo que él mismo se consideraba
un ejemplo a seguir puesto que
“Yo debo de haber predicado más de cuatrocientos o quinientos
sermones, y no debo de haber escupido en los diez de ellos, porque no he tenido
necesidad. Antes me he acostumbrado muchas veces a subir al púlpito con
catarros, corrimientos y purgación dellos y, en començando a predicar,
suspenderse el purgar como con la mano” [6]
Aconsejaba en caso de necesidad tener el pañuelo a mano “que después,
a medio predicar, embaraça el sacarlo ya veces el buscarlo” y para no
escupir, al parecer una recurrente preocupación del docto clérigo, ir a
predicar en ayunas “que habiendo almorçado (harto pocas veces tengo
experimentado) luego es el corrimiento”[7],
además de ir bien abrigado pues
“al predicador sudado, y no abrigado, se le pueden temer un catarro y
un costado, y aun yo he visto perlesía repentina”[8]
Los predicadores llegaban a las ciudades, villas y lugares y anunciaban
su presencia con una saeta, después iniciaban su tarea en la que mediante una
oratoria, que podía ser muy sutil, movían el ánimo de los vecinos al
arrepentimiento, tras haber visto éstos cuadros con las penas del infierno, la
inevitabilidad de la muerte con huesos de difuntos, oportunamente mostrados por
los predicadores, y haber escuchado edificantes diálogos entre dos calaveras,
que eran representados con no poca habilidad por los clérigos encargados de la
predicación.
Las predicaciones llegaban a influir, al menos durante notables periodos,
en la vida cotidiana de los pueblos, reformaban las costumbres y propiciaban el
olvido y la reconciliación de viejas heridas, en una sociedad que era más
proclive al perdón de lo que a veces se cree. Fray Luis de Granada cuenta como
el maestro Juan de Ávila con sus sermones en Baeza, propició la reconciliación
de Benavides y Carvajales, que habían producido “bandos antiguos y muy
sangrientos...por haber intervenido muerte y sangre en ellos”.[9]
Es evidente que uno de los objetivos de los misioneros era conducir a los
fieles al confesionario. Pero existía el peligro de que el miedo al confesor
fuese un obstáculo, de manera que en los siglos XVI y XVII se decía a los
misioneros que debían ser “leones en el púlpito y corderos en el
confesionario” [10]Un
ejemplo de ello lo tenemos en Vilches. En 1716, con motivo de la visita del
obispo Rodrigo Marín, predicaron dos jesuitas, y a continuación se produjo una
confesión general de los vecinos.
El sacramento de la confesión dio lugar a una larga relación de libros
dedicados a orientar a los sacerdotes. Los manuales de confesores, junto a los
sermonarios antes citados, forman parte importante de la literatura religiosa más
difundida en los siglos XVI al XVIII. En estos libros se trataba de orientar al
confesor, y se hacía mención de los pecados más frecuentes, y que debían ser
atajados con especial energía. [11]
El oficio de confesor podía ser difícil. Existió un verdadero debate
en la Iglesia Católica sobre los más diversos pormenores relacionados con la
práctica de este sacramento. Así muchos se preguntaban si debía concederse
con facilidad la absolución,o si el arrepentimiento de los pecados por temor al
infierno era suficiente, y no era necesario también hacerlo por amor a Dios. Se
planteaba el problema de la atrición y la contrición, analizado por Delumeau. [12]
Otro problema para la Iglesia Católica era la necesidad de evitar las
solicitaciones desde el confesionario. Este delito consistía en la obtención
de favores sexuales, a partir de la autoridad, o las ocasiones, que propiciaba
el ejercicio de la confesión, todo ello en una sociedad en el que la relación
entre personas de distinto sexo estaba plagada de obstáculos. Hubo prelados que
prohibían a los sacerdotes menores de 35 años actuar como confesores, [13]para
evitar posibles flaquezas. Desde 1561 la Inquisición perseguía a los
confesores solicitadores a los que acusaba de herejía, y con gran dureza.[14]
Podemos citar dos ejemplos de Villanueva del Arzobispo.[15] Uno de ellos, de 1577, tuvo como autor de tal
delito al licenciado Pedro de Tribaldos, que fue acusado de flagelar a una
pecadora, con el comprometido detalle de que esta se desnudaba para recibir la
penitencia, y todo ello realizado con el consentimiento de ésta. Una historia
digna de la literatura libertina del siglo XVIII. Otro caso era de 1643, pero no
revestía la truculencia del anterior.
La decencia en las costumbres obligaba a que los confesionarios tuviesen
su rejuela. Las Constituciones Sinodales del Obispo Moscoso y Sandoval, de 1624,
la hacían obligatoria, y castigaban a los sacerdotes seculares infractores con
cuatro reales, que podían ascender a ocho si era después de la oración.[16]
Según Georges Duby, en el umbral del siglo XII se estaba dando forma a
un rito destinado a reformar las costumbres y a obligar a los fieles a cumplir
con sus preceptos religiosos, se trataba del sacramento de la penitencia. En
palabras de dicho historiador no bastaba sólo con la confesión y la contrición,
sino también una forma de rescate, hecho que se inspiraba en las prácticas de
la justicia pública, con procedimientos usados desde hacía siglos en las
comunidades monásticas. Había por tanto que pagar y someterse al juez por el
castigo cometido, de manera que
“ se instalaba la idea de una tarificación, de una graduación de los
castigos redentores, por tanto de un lugar, de un tiempo de espera, purgatorios,
y de una contabilidad llevada por los administradores de lo sagrado, los
sacerdotes.”[17]
La penitencia era la consecuencia de la confesión, el precio que había
que pagar en el negocio de la salvación. La absolución, por tanto, venía dada
normalmente con la condición de cumplir una serie de obligaciones, destinada a
paliar los males realizados. También hubo polémica importantes sobre las
penitencias. ¿Se podía imponer una penitencia que el fiel no pudiera cumplir?,
o ¿era conveniente que estuviese de acuerdo con la penitencia impuesta ?,
y ¿se podía negar el fiel a cumplir la penitencia dejando ésta para el
purgatorio ?. Planteamientos complejos que no dilucidaremos aquí, pero que
muestran la preocupación ante el perdón de los pecados.
Había muchas formas de penitencia. En la Edad Media se ordenaban largas
peregrinaciones a Santiago, Roma y otros santuarios o lugares sagrados. Más
frecuentes eran las oraciones y ejercicios píos. Quizás una de las figuras más
representativas del penitente la encontramos en la persona que cansada del mundo
decide apartarse de él para rezar y hacer penitencia. María Magdalena es el
ejemplo más popular, de gran raigambre en occidente desde época medieval.[18]
En la portada de la iglesia de la Magdalena la podemos ver, postrada, el pelo
suelto, con la calavera, el cilicio y la disciplina.
Los ermitaños se relacionaban con la penitencia, con el purgar los
pecados a través de la oración y la mortificación. Para Juan Perucho, el
fundamento del eremitismo es la guerra contra el demonio:
“El demonio vive en el desierto, en las cuevas y en las ruinas, y rugía
sordamente entre las rocas. El ermitaño le combatía orando constantemente y
ayunando, tal como se ve en la vidas de los Padres del Desierto (recordemos San
Antonio, celebérrimo) tal como consta en la <<Historia Monachorum in
Aegypto>>.”.[19]
El ermitaño, tiene gran importancia en la literatura medieval y
caballeresca, viviendo en profundos bosques. La importancia del bosque es
conocida en la tradición europea. Frecuentemente aparece en los cuentos de
hadas y para uno de sus más prestigiosos intérpretes, Bruno Bettelheim,
“El bosque casi-impenetrable en el que nos perdemos ha simbolizado el
mundo tenebroso, oculto y casi-impenetrable de nuestro inconsciente “.[20]
Para García Gual, el bosque “es el refugio de los que renuncian al
mundo como los anacoretas o los proscritos”, el lugar casi inaccesible,
opuesto a la civilidad, el país de los demonios y las hadas, donde el
desterrado se convierten en homo silvester.
[21]
A veces, ocultando bajo su áspero sayal, un pasado de caballerías y
proezas, también acompañó la vida cotidiana de los giennenses del pasado. [22]Había,
en la primera mitad del siglo XVII, diez ermitas en Jaén : Santa María de
Consolación, San Clemente, San Lázaro, San Sebastián, Santa María la Blanca,
Santa Isabel, San Nicasio, San Cristóbal, San Roque y Nuestra Señora de la Peña,
como indica Ximena Jurado[23].
Según las Constituciones
Sinodales de 1624, los ermitaños sólo podían vivir en las ermitas con el
permiso del Obispado[24]
Los que lo conseguían, vivían en modestas celdas, como la descrita por
Castillo de Solorzano habitada por uno que vivía en tierras cordobesas, aunque
dado a la vida hampona más que a la piadosa, tenía en su morada
“una tarima en la que fingía dormía, una pobre mesilla, un crucifijo
a la cabecera de la cama, una calavera al pie y la disciplina colgada cerca en
un clavo”.[25]
Ortega y Gasset describe los ermitaños de Córdoba, a inicios de nuestro
siglo, poseedores de un aspecto que bien podrían parecer de los siglos XVII o
XVIII. Eran según el filósofo, campesinos toscos y
“heridos por un súbito fervor, ascienden a este monte, y aquí se
olvidan de sí mismos por espacio de algunos años y aun todo el resto de sus días.
No hacen votos solemnes de vida monástica. ¿Para qué? ¿A qué dar a su
aislamiento el matiz sombrío de una acción irremediable?. Visten el sayal,
cubren su cabeza con esa extraña monterilla de judío, se ciñen los lomos con
un rosario hecho de huesos de aceitunas o una ancha correa, dejan crecer sus
barbas y enjaulan en una de esas celdillas toda la casa de fieras de sus
instintos.”[26]
Un ermitaño que vivió en Jaén fue el italiano Juan Narduch, que tras
recorrer muchos caminos pensó que “quería ir a Jaén a ver la Santa Verónica”,
y aquí vino donde “se labró una cueva baho tierra en Rehuchillo, a media
legua de Jaén”.[27]
Otro ejemplo de eremitismo es el del hermano Juan, de origen toledano, o
el Hermano Lázaro de San Juan, un terciario franciscano muerto con fama de
santo en 1615, y que ocuparon respectivamente, la construcción medieval del
Zumel Redondo.[28]
En 1676 había dos ermitaños en el santuario de Nuestra Señora de
Zocueca: Antonio El Pecador y Francisco de la Cruz. Conocemos el testamento de
Antonio El Pecador. Era natural de Córdoba, “enfermo de cuerpo y sano de
voluntad” pidió ser sepultado en la yglesia mayor de Bailén. Contaba con
veintidós colmenas junto a la casa de Nuestra Señora de Zocueca, una azada
“y no otros ningunos bienes”.[29]
Los santeros de las ermitas solían prestar alojamiento a los que lo
solicitaban, en los santuarios a ellos encomendados. En 1600 se ordenó desde el
Cabildo
“que ningún santero de las hermitas extramuros desta ciudad acoxa
jente ninguna,ni menos los mesoneros ni otros vecinos”.
Una medida originada en el miedo a la difusión de la peste,y cuyo
incumpliento se penó con 200 azotes.[30]
La costumbre de los castigos corporales era frecuente en la España del
Antiguo Régimen. Las procesiones de disciplinantes y las cofradías de sangre
formaban parte del universo religioso de la época. En el inventario de Martín
Sánchez Postigo, vecino de Bailén en 1666, se cita un “aderezo para
azotarse”, valorado en 100 reales, y otro que debía de ser de similares
características, por su idéntico precio, pertenecía a Alonso Godino, también
de Bailén, en 1667[31].
Los ilustrados, partidarios de una religiosidad más racional e intimista,
prohibirán tales prácticas. [1]
Delumeau, J. La confesión y el perdón. Madrid, 1992, pág.
15 [2]
Aguilar Piñal, F. “Predicación y mentalidad popular en la Andalucía del
siglo XVIII” en La religiosidad
popular... II, pág, 60. [3]
Ibíd. pág. 62. [4]
Terrones del Caño, F Instrucción
de Predicadores.. Madrid, 1960. [5]
Ibíd., pág. 153. [6]
Ibíd., pág. 155. [7]
Ibíd. [8]
Ibíd. 156. [9]
Granada, Vida del venerable...
pág. 112. Sobre las conversiones colectivas ver Delumeau, Op. Cit., pág.
147. [10]
Delumeau, Ibíd. Pág.
30. [11]
Gan Giménez, P. “El sermón y el confesionario, formadores de la
conciencia popular” en La
religiosidad popular... II. pág.
115. [12]
Delumeau. La confesión... pág.
51 y ss. [13]
Gan Jiménez. Op. Cit., pág. 115. [14]
Coronas Tejada, L. “Algunas noticias inéditas en documentos de la
Inquisición sobre vecinos de Las Cuatro Villas” en
VI Jornadas de Estudios Histórico- Artísticos sobre “Las Cuatro
Villas” Valdepeñas. Sin fecha. págs. 153 y ss. [15]
Ibíd. [16]
Fernández García. Op. Cit., págs. 127 y 168. [17]
Duby, Georges. Damas del siglo XII.
Eloisa, Leonor, Iseo y algunas otras. Madrid, 1995.,pág. 58. [18]
Ibíd., págs. 35 y ss. [19]
Perucho, J. “Los ermitaños de Barcelona” en ABC. 25-10-1994. [20]
Bettelheim, B. Psicoanálisis de los
cuentos de hadas. Barcelona, 1986., pág. 132. [21] García Gual, C. Mitos,
viajes y héroes. Madrid, 1996., págs. 275-278. [22] “El
bosque está habitado también por ermitaños, en gran medida caballeros
andantes que han abandonado lass armas para vivir lejos de la sociedad,
dedicados a la oración”. En : Alvar, C El
rey. Arturo y su mundo. Madrid,
1991., pág. 49. [23] Ximena
Jurado, M. de. Catálogo de los
Obispos de las Iglesias Catedrales de Jaén y Anales Eclesiásticos
de su Obispado. Granada, 1991., pág. 164. [24] Fernández
García, J. Op. Cit., pág. 130. [25] Castillo
Solorzano, Alonso de, La garduña de
Sevilla y anzuelo de las bolsas. Madrid, 1972, pág. 137. [26]
Ortega y Gasset, Personas,,, pág.
10. [27] Madre
de Dios, E. de la. y Steggink, O. Tiempo
y vida de Santa Teresa. Madrid, 1977, pág. 441. [28] López
Pérez, Cartas... pág. 343.
Este tema fue tratado también por Ortega y Sagrista. [29] A.H.P.J.
Leg. 5.988. Fol. 524. 1676. [30] A.M.J.
Act. 1600. Cab. 9-8. [31] A.H.P.J. Leg. 5975. Fol. 246,
y Fol. 5. 1666 y 1667. |