Claustro Poético Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 9. Verano-2007 Asociación Cultural Claustro Poético
Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo Coordinadores: Fernando R. Ortega Vallejo y Juan Antonio López Cordero |
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La Cruz del Molino* Bajando del arrabal hacia las huertas del pueblo, los caces de agua acompañan al sendero que suavemente sigue la antigua ladera, convertida desde hace siglos en sólidos bancales con muros de piedra, hasta el profundo barranco de espesa vegetación que un puente sortea. Es el Puente de la Aceña, construido cerca del viejo molino harinero, cuyos grandes cubos fueron excavados en la roca. Allí, el agua caía en cascada salpicando el sendero, en busca del barranco, pero los caces atajaban su paso y la guiaban hacia los poyos de huerta que forman la ladera.
“El agua de la fuente Sol de Invierno. Antonio Machado Del molino, entre sus ruinas, quedan en pie los fornidos cárcavos que entre espesa maleza dejan entrever los rodeznos. Hace años que estas ruedas no giran impulsadas por el agua que golpeaba sus palas. Los tiempos actuales son crueles con las culturas seculares, pero a pesar de todo el molino impone una imagen altiva, sabedor de mil historias que entre sus muros vivieron cientos de personas, año tras año, siglo tras siglo.
“Agua pasada no mueve molino, Carmen Gloria Ortiz. Los viejos duendes, dueños de la magia de bosques milenarios, fueron arrinconados a medida que éstos han ido desapareciendo. Pero comentan que aún quedan algunos entre las islas testigo del viejo mundo druida, como el que habita entre la maleza del Puente de la Aceña, que a más de un hortelano ha volcado su carga y ha hecho correr su asno entre risas y burlas cuando le llegaba la noche junto al Puente, camino del regreso al pueblo. Es un duende juguetón que hace bromas pesadas y al que los hortelanos respetaban sus horas nocturnas de reinado. Durante el día, el duende dormía y los hortelanos atravesaban en su deambular cotidiano el camino de la Huerta. Entre ellos había un niño, que con su trabajo diario contribuía a la subsistencia de su familia, y cada día subía con el canasto de hortalizas a la espalda la senda del Puente de la Aceña, que a través de la Huerta lleva al pueblo. Su maltrecho corazón le pedía periódicamente descanso. Notaba cómo sus pulmones se fatigaban y su dentadura mordía el aire en busca de un oxígeno que apenas llegaba a su sangre. Sus uñas moradas daban miedo y la visión se le nublaba. Entonces detenía la marcha. Unos minutos de descanso y todo volvía a ser como antes. La agitada respiración lentamente se calmaba. Los ojos recobraban la visión del hermoso paisaje de huerta y de nuevo la ilusión de llegar a casa le hacía coger el pesado canasto y emprender la marcha. Al poco otro descanso y, así, llegaba triunfante a su destino. Un día, la cruel rutina del camino se volvió trágica. Su herido corazón no pudo más y dejó de latir cerca del Puente. Los hortelanos encontraron su cuerpo menudo junto a la senda, abrazado al canasto de hortaliza que llevaba al mercado, le recogieron entre sus fuertes brazos y le llevaron al pueblo, mientras inusuales lágrimas se deslizaban por las mejillas de sus rostros, sobrios, duros, curtidos por el campo. En aquél mismo lugar, para inmortalizar el recuerdo del hortelano más pequeño colocaron una piedra con una cruz grabada en la estrecha senda, junto a una horma de tosca de las incontables que conforman la huerta.
“Temprano levantó la muerte el vuelo,
No perdono a la muerte enamorada, ...
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
de angelicales ceras y labores. Elegía. Miguel Hernández Aún hoy día, los que pasan por el lugar rezan un Padre Nuestro por el alma de este niño, del que ya nadie recuerda su nombre; pero siempre hay un alma caritativa que limpia la hierba que crece junto a la cruz y quiere ocultarla.
Hay quien dice haber oído al niño jugar entre la foresta con el duende del Puente de la Aceña cuando en el silencio de la noche la magia se desborda en el bosque del barranco. Allí la Luna juguetea colándose entre las hojas y el viento marca notas musicales formando melodías; mas hoy día a esta banda misteriosa le falta el sonido de la cascada del agua que perdió el manantial o el girar del rodezno provocado por el chorro potente del cubo sobre sus palas. El duende y el niño parecen hacer de músicos en el silencio y con sus risas completar la secular melodía de la Aceña, donde se eternizan viejos ritos perdidos en la noche de los tiempos, que culminan el día de San Juan, en cuya noche se podría ver a cuatro juanes y cuatro marías curar al niño quebrado bajo la mimbre del Puente, o la recua de bestias subir del molino en larga procesión. Dicen los viejos que mientras la cruz de la Aceña continúe en su sitio toda la magia del lugar continuará viva, y el niño y el duende seguirán saltando y corriendo por las copas de los árboles, deslizarse por los troncos, atravesar en loca carrera los zarzales, chapotear en el agua y batallar con moras e higos, porque este lugar... está sembrado de poesía. *Juan Antonio López Cordero
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