Claustro Poético Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 57. Verano-2019 Asociación Cultural Claustro Poético
Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo Coordinador: Juan Antonio López Cordero |
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Scipionis Rogus*
En la campiña del Alto Valle del río Guadalquivir el olivar impone su arrolladora presencia. Su bosque lo invade todo, conquista el espacio con su monotonía, constante y geométrica. Da vida a un paisaje pujante. Atrás quedó aquél otro vacío arbóreo que Antonio Ponz, viajero del siglo XVIII, describe de la campiña e imperó durante siglos, salvo aisladas dehesas, islas testigo de un pasado desaparecido. Hoy, en la campiña, el mar de olivos muestra un paisaje de olas detenidas. Una instantánea efímera de un mar de tierra en continuo movimiento, incluso con galernas. Un oleaje que está vivo y que, en nuestro ciclo vital, no podemos apreciar.
“¡Olivares y olivares de loma en loma prendidos cual bordados alamares! ¡Olivares coloridos de una tarde anaranjada; olivares rebruñidos bajo la luna argentada! ¡Olivares centellados en las tardes cenicientas, bajo los cielos preñados de tormentas!... Olivares, Dios os dé los eneros de aguaceros, los agostos de agua al pie, los vientos primaverales, vuestras flores racimadas; y las lluvias otoñales vuestras olivas moradas.” Los olivos. Antonio Machado.
En medio de la campiña emerge, como por arte de magia, la gran roca de El Berrueco, un cerro que resiste estoicamente a milenios de erosión y al olvido de la Historia. A medio camino entre Amtorgis e Iliturgi, en el camino viejo de Arjona a Jaén, el camino del castillo de El Berrueco, el de la Torre Olvidada. El viejo camino, hoy en su mayor parte asfaltado, por el que apenas transitan algún turismo, pocos ciclistas y rudos tractores.
“Camino blanco, viejo camino, desigual, pedregoso y estrecho, donde el eco apacible resuena del arroyo que pasa bullendo, y en donde detiene su vuelo inconstante, o el paso ligero, de la fruta que brota en las zarzas buscando el sabroso y agreste alimento, el gorrión adusto, los niños hambrientos, las cabras montesas y el perro sin dueño... Blanca senda, camino olvidado, ¡bullicioso y alegre otro tiempo!, del que solo y a pie de la vida va andando su larga jornada, más bello y agradable a los ojos pareces cuanto más solitario y más yermo.” Camino blanco, viejo camino. Rosalía de Castro.
Por el viejo camino, huía Cneo Escipión de los cartagineses con su pequeño ejército de fieles romanos, tras verse abandonado por sus aliados celtíberos. Tras él, una nube de jinetes númidas que no le daban descanso y, detrás, a paso lento, los elefantes y la infantería pesada cartaginesa, rodillo de sangre imparable.
“¡Embriaguez de homicidios, bíblicos cautiverios; aldeas incendiadas, esteparias dehesas, combates cuerpo a cuerpo hasta en los cementerios; las viviendas, los árboles no son sino pavesas! ... ¡Miseria, podredumbre, lamentaciones, gritos; con la oración confúndese del soldado el conjuro; sanguijuelas y chinches y piojos y mosquitos...
Plasticidad polícroma de la brutal contienda... Y de estas hecatombes sacará en lo futuro la Épica su énfasis, su nimbo la Leyenda!” Cromatismo de un campamento. Emilio Bobadilla.
“Reposa, corazón, que harto lidiaste y reposando espéralo al reposo postrero que no acaba; que te baste lo ya vencido en este tormentoso combatir, y curado del desgaste en el descanso púrgate del poso de aquella mala sangre que cobraste en las arenas del ardiente coso.” El corazón del mundo. Miguel Unamuno.
Cerro y castillo de El Berrueco.
Los romanos aguantaron durante mucho tiempo los masivos asaltos cartagineses, hasta que se vieron desbordados por la superioridad numérica abrumadora. Cneo Escipión busco refugio en el pequeño castillo con sus hombres más fieles, donde resistió fuertemente, sin que el enemigo pudiera doblegarlo. Ante la dificultad de hacerse con él combatiendo, los cartagineses decidieron incendiarlo.
“El bravo fuego sobre el alto muro del soberbio Ilión crecía airado, y todo por mil partes derramado, se envolvía confuso en humo oscuro.
Caía traspasado por el duro hierro, y ardía en llamas abrasado, y se rendía al ímpetu del hado del Frige osado al corazón seguro”. Incendio de Troya. Fernando de Herrera.
Cneo Escipión no se rindió. Murió abrasado por el fuego con sus hombres más fieles, en la torre-castillo de El Berrueco. La Pira de Escipión quedó perdida en el pasado, en las historias de Tito Livio, en las palabras de Plinio, en el poema de Silio Itálico…
“Como última salida a mi apurada situación, busqué refugio en una elevada torre donde libré mi postrero combate. A mansalva me arrojaron humeantes antorchas, abundantes llamas por doquier y miles de teas encendidas. En ningún momento me quejé ante los dioses por esta manera de morir. Entregaron mi cuerpo a un enorme sepulcro para ser incinerado, y, al morir, pude conservar mis armas. Pero una pena me angustia: que, al sucumbir ambos en esta doble ruina, Hispania tuvo que ceder oprimida ante el empuje de los cartagineses”. Púnica (Libro XIII, versos 688-696). Silio Itálico.
Pero el tiempo borró el recuerdo del lugar, donde Cneo Escipión y el ejército romano demostraron su valor, germen de un imperio milenario. El Berrueco reclama la memoria frente al cruel olvido. Cientos de soldados dejaron allí sus vidas. El fuego se llevó sus últimos suspiros. Desde entonces, el atroz silencio envuelve el lugar, como si estuviese embrujado por un luto eterno: Scipionis rogus (la Pira de Escipión).
*Juan Antonio López Cordero.
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