Te esperé con la paciencia de los enamorados
y sentía que tus ojos, de embrujo palpitante,
me miraban, genial locura sofocante,
bello conjunto de gestos inspirados.
Recordaba tu cara de tez clara,
tu pelo como trigo maduro,
recordaba, más aún, tu mirar seguro
y tu boca como fruta, que buscara.
Recordaba tus manos con locura
en la besana sensible, que es mi cuerpo,
labrando los rincones de mi huerto
con sensaciones plenas de ternura.
Recordaba tu piel, tersura sutil de terciopelo,
con el suave tacto de la seda,
que me invade con fuerza y me sosiega
como la simple caricia de tu pelo.
No estabas y te buscaba, ávidamente;
sufría y mi sufrimiento, grave y alocado,
sembraba de espinas mi costado
con un dolor amargo y lacerante.
Mis ojos buscaban, aturdidos,
en la penumbra de mi amarga espera
sin encontrar en tu alejada esfera
la emoción de los momentos más queridos.
Las horas de mi alma, vencidas por la espera,
sufrían, por la dicha del encuentro,
sin saber si el corazón, tembloroso por dentro,
encontraría la respuesta más sincera.
Te esperé sintiendo tu presencia,
enamorado de tus gestos muy presentes
y encontré que las caricias, hoy ausentes,
renacerían más fuertes que su ausencia.
Al fin nos encontramos, ¡ay amor!,
en la cálida alcoba, sin reparos,
y nos amamos, ¡qué podría contaros!,
con la pasión irresistible del dolor.
*Francisco Teva Jiménez.
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