Claustro Poético Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 32. Primavera-2013 Asociación Cultural Claustro Poético
Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo Coordinadores: Fernando R. Ortega Vallejo y Juan Antonio López Cordero |
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Romance*
Heliconíades voces disolutas y disueltas que, de noche sin licencia licenciosas en mi cerca, vais despertando mi ingenio agolpadas en su verja. Salid pronto al exterior y seguid cantando fuera transformaciones divinas de infelices almas presas, que, aun siendo ellas mortales, su pena las hizo eternas.
Sucedió en aquel lugar, refieren antiguas lenguas, donde abraza y riega Betis ciudad de ilustres poetas. Su agua henchida va de versos y a su paso ablanda tierras bautizadas por Heracles, glorioso hijo de Alcmena. Allí dos niños nacieron, destiñiendo estaba estrellas entonces al vellón d’oro las lluvias de primavera. Ella, nueva luz al cielo, dos estrellas dio abiertas, acunáronla diez lunas antes que él pudiera verla. Ambos crecieron felices, vecinos en horas tiernas; él domando una pelota, ella vistiendo muñecas. Y el rapaz alado quiso otra diversión a estas, así, a los indios jugando, a ellos lanzó sus flechas. En el corazón de lleno les alcanzó esta saeta, áurea era su punta, llameante la madera; el infante malcrïado nunca más volvió a usar estas. Pues aquellos dos ingenuos a amarse en edad manceba pronto comenzaron, ambos sin saber que su amor era envidia de los mortales y en los cielos malquerencia; que también en las alturas la misma bajura alienta.
Superaba la muchacha a cualquier ninfa en belleza no de las corrientes sólo, también de las verdes selvas. Pequeño cristal luciente su cuerpo encerraba esencias de azahares y jazmines, de olor destilado en perlas. Ceñía su frente el ámbar desatado en ondas sueltas, pupilas al sol libaban mieles de sus dos estrellas. Él ante todo la amaba y escribíale poemas y canciones que guardaban láminas de su alma presa. Muchas veces el dios niño no ver quiso su cruel gesta pues sus ojos se tapaba muchas veces de vergüenza, de rubores encendido ante tal pasión sin tregua; no pasaban un segundo ella sin él, él sin ella.
Tales eran las que ardían llamas dentro cual hoguera que doradas recorrían punta a punta por sus venas. Frágiles hilos de vida fue cortando el tiempo, mientras ellos en su calendario, felizmente cada fecha. Y así cayeron los días que en montones años cuentan, juntamente recogidos, en su amor no hicieron mengua. Llegado cierto momento, Cupido tomó una venda pues del juego arrepentido habló con tales querellas: “jamás volveré a ver a quien disparo mis flechas, del amor se dirá pues que es ciego por mi ceguera”. Mas el cronida en su trono tronando por tal afrenta, en Discordia travestido decidió pisar la tierra.
A hurtadillas ropa hurtó: a su madre, talla inmensa, una saya, las enaguas, su toquilla y unas medias; los polvos a sus querías y el sostén a la parienta. De esta guisa y en silencio, envuelto en la noche densa, a cabrito de Mercurio, descendió a la tierra. Nada más vio a la joven se prendó de su belleza, y fue motivo añadido para la engañosa vieja, tánto que así le hablara con una de sus mil lenguas: “desconfía, niña, y mucho de aquel que amas poeta. ¿Ora no está aquí a tu lado? ¿Dónde andará y en qué empresa?...” A cada voz los dos labios coloraban muchas grietas que ponzoña derramaban vacïándola en su oreja.
Mientras, de un negro acerico sacaba celos la vieja; uno a uno introducía recorriéndole las venas, y en su interior aguijaron donde ya clavaban flechas. Mas tan grande era su amor y tanta su pasión era que, aun hiriendo, no lo niego, no doblaron su firmeza. El dios todopoderoso, vencido por vez primera, de nuevo ascendió a los cielos injuriando entre tormentas. Tan de repente se fue volando la falsa vieja, que en el aire suspendido se le vieron las vergüenzas; quedó al descubierto el dios y ella descubrió su treta. En los umbrales celestes de brazos cruzados Hera recibió al marido infame arropada de paciencia.
De desdenes empapado tiritando rayos llega, de sus ojos a su boca resbalaba lluvia negra y su boca se extendía de corales toda llena. Así en su rostro plasmaron los pinceles que chorrean aquel ingrato suceso delatores de la escena; si no lienzo desteñido, era su cara un poema. Al punto quedó enterada la sufrida esposa regia, consentidora de agravios, de aquella nueva ofensa; y aun sabiéndose robada, ni así le dolieron prendas: consoló al consorte a soplos del desaire y de su pena y, airándose el cronida, pidió consejo a Minerva.
Hablole al fin la ojizarca nacida de su cabeza: “¿Tan falto de seso estás, padre, por que no comprendas que ni tú, nada, ni nadie por poderoso que sea podrá separar dos almas unidas con tanta fuerza? Impuso Amor su destino y ya su unión es eterna.” Diospadre escuchó a su hija y dictaminó sentencia, implacable juez sañudo, fulgurando: “!Que así sea!”
Desde aquel día eternamente unidos el mar profundo los acoge y sienta bajo el húmido seno silencioso tediosos en alguna de sus cuencas. Constantemente inseparables ambos cubiertos entre sábanas de arena temen las muchas codiciosas manos cuando el cristal del cielo ondea y quiebra y nubes espumosas se deshacen descendiendo enredadas a la tierra. De sus continuos besos sólo entonces, el nácar derramando de sus lenguas, interrumpidos cesan, y él separa sus dos labios y muerde a quien pretenda, porfïando la voluntad divina, arrebatarle su preciosa perla.
*Manuel Muriel Rivas
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