Nunca disfruté del cadáver
ni hubo conciencia lacerada de daño
al verlo en la piedra, en plena lucha
con la boca rajada de espanto.
Mas lo hice sin premeditaciones
con bula ante tamaño estrago;
que nadie me mire a la cara
y me diga ladrón del chilanco;
de la corona viva y de las aguas calmas,
que mi impaciencia fluye en ese salto
en los canales, en los mares y los pantanos.
Pedir perdón no puedo
por gozar en las madrugadas malvas,
por hablar con el bambú y el gusano
y ver el sedal escurrir entre los dedos
y hasta la saliva caer por el cuello.
Después, ese santo chapotear
u el orgasmo del trofeo...
Un suspiro y el momento de duda
-en la cesta está, pez, tu mausoleo-
pedir perdón no podré jamás
quizás por la envidia que te profeso
de admirarte en suprema libertad
y yo con grilletes en este suelo.
Juan Carlos García-Ojeda Lombardo
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