Llenad de nuevo mi vaciada copa
con la encendida sangre de la tierra,
ese llanto del sol que en los sarmientos
como lágrimas cuelga.
Que su dorado flujo me recorra
el calcinado cauce de las venas;
que embermeje, como el divino río,
los muros de mi niebla.
De pámpanos mis sienes coronadas
danzaré, nuevo fauno, entre las cepas,
alimentando pánicos y risas
con chasquidos de lengua.
Porque el ardor del venerable jugo
incendiará las últimas barreras
donde tiemblan, enfermas de respetos,
penosas las ideas.
Llenad mi vieja copa. La levanto
-soberbio cáliz de liturgias nuevas-
para hacer a los hombres, no a los dioses,
lejanos, una ofrenda.
A los hombres que miran -prometeos
encadenados siempre a su tristeza-
pasar, como las nubes bajo el cielo,
las ilusiones muertas.
Los que vierten el miedo de sus ojos
por la borda de todas las traineras,
espantados de la salobre espuma
que los acosa y acerca.
Y los que hunden crepúsculos rojizos
en la gastada entraña de la tierra
por sacar con sus manos el tributo
de riquezas ajenas.
A los hombres sin nombre que han nacido
con la pesada carga de una herencia
milenaria de eterna rebeldía,
de servidumbre eterna.
Por ellos quiero levantar mi copa
y apurarla de un trago, y que así tenga
un aliento de mi voz más que de vino,
de avergonzada pena.
Felipe Molina Verdejo
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